Criterio de conformidad: todos los
exegetas están de acuerdo en que es un dato histórico la predicación de Jesús
de la llegada del Reino. Es el núcleo de su mensaje.
Criterio de explicación necesaria:
debemos admitir como histórico un dato que aparece como explicación única de una
serie de acontecimientos evangélicos y sin el cual tales acontecimientos
quedarían sin explicación. P.e. o Cristo instituyó la eucaristía o no se
entiende que en todas partes y desde el principio se celebre la eucaristía en
el seno de la Iglesia.
Criterio del estilo propio de Jesús:
todos los exegetas están de acuerdo en que Jesús tenía un estilo personal, un
estilo hecho de una innegable autoridad:
“Pero yo os digo”, y una inaudita sencillez, que hace que rompa todos los
esquemas, tratando preferentemente con los niños, los enfermos, las mujeres,
los pecadores.
Concluimos este apartado diciendo que los criterios aquí
expuestos han de usarse en conjunto. Sólo así dan luz y seguridad. Cuando
leemos los Evangelios escuchamos, si no las misma palabras de Jesús (obsesión
del siglo pasado), al menos el mensaje auténtico de Jesús para nuestra
salvación eterna.
3. ¿Qué dice la fe de la Iglesia?
Sin la adhesión de fe no se da un conocimiento adecuado
de la Persona y obra de Jesús de Nazaret. Los Evangelios son los únicos
testimonios válidos, incluso desde el punto de vista histórico. Para escribir
estos textos fue necesaria la fe. Para comprenderlos es necesaria también. Esta
adhesión de la fe tiene algunas importantes características:
Está provocada por el Espíritu Santo. Para conocer a
Jesús, Dios y hombre, necesitamos la luz del Espíritu, pues es un misterio.
Dios, no sólo se nos propone desde la historia, sino que desde dentro de
nosotros está obrando para abrirnos al testimonio histórico en toda su riqueza
y amplitud.
La adhesión de la fe no termina ni en Jesús ni en el
Espíritu, sino en el Padre. La cristología debe ser fundamentalmente
trinitaria. Jesucristo nos lleva al Padre. Dios, del que nos habló Jesús, es su
Padre.
La adhesión de la fe tiene una dimensión comunitaria y
eclesial. Fuera de la Iglesia no hay un verdadero, permanente, recto y total
conocimiento de Jesucristo. Los que se separan de la Iglesia terminan, tarde o
temprano, con una figura de Jesús borrosa e inexacta. Aunque el Espíritu no
está encerrado en los límites de la Iglesia institucional y sopla donde quiere,
también es cierto que ese Espíritu orienta a la Iglesia, la ilumina, la llama a
la unidad en la caridad. ¿Qué puesto tienen los movimientos dentro de la
Iglesia en la presentación del rostro de Cristo? Si están unidos al Papa y a
los obispos, presentarán el verdadero rostro de Cristo; si no, harán nacer
tensiones y dificultades y terminarán en la disolución.
CONCLUSIÓN: Los
Evangelios son un don de Dios al mundo, son un regalo que sólo pide manos
generosas que lo reciban y lo abran, corazón creyente que lo acoja, boca
sincera que lo transmita y pies ágiles que lo lleven por doquier, para que
todos puedan conocer, admirar y compartir el amor y la belleza de Jesucristo, el
Hijo de Dios Vivo.
CAPÍTULO
TERCERO
Semblanza de Jesús
¡Cómo nos hubiera gustado haber visto personalmente a
Jesús, haber escuchado las palabras de su boca, sus ademanes, sus gestos! No ha
sido posible. Pero nos fiamos de aquellos que sí lo vieron y escucharon, los
apóstoles y evangelistas. Por eso, partiendo de los Santos Evangelios, haremos
una semblanza de Jesús desde todos los ángulos: corporal, moral, intelectual,
espiritual, psicológico-temperamental, pues los Santos Evangelios nos trazan
una semblanza de Jesús, a brochazos, pero profunda y verdadera, gracias a la
cual podremos extraer con admiración y respeto las cualidades del más hermoso
de los hijos de los hombres: Jesucristo.
1. Semblanza espiritual de Jesús
Las riquezas espirituales de Jesús son inagotables. ¿Cuál
es el centro espiritual de su actividad religiosa? Sin duda alguna la
vinculación filial con Dios, su Padre. Por eso, su vida fue una oración
continua. Todo le hablaba de su Padre. A su Padre acudía para las decisiones
más importantes, como fue la elección de los apóstoles (cf. Lc 6, 12). A Él
dirigía su acción, sus milagros. Vivía abandonado en las manos de su Padre
celestial. El fundamento, la roca de su vida es su Padre. La riqueza de su vida
es el Padre. El punto de referencia es su Padre. A Él acudía al levantarse y al
acostarse, y le rezaba y con Él dialogaba. A Él ofrecía su jornada, sus éxitos
apostólicos. A Él pedía la gracia para curar y sanar. A Él acudía cuando los
hombres querían desvirtuar su misión espiritual. Presenta a su Padre como el
Ideal de santidad. De Él habla en su predicación y lo retrata como padre, como
viñador, preocupado de su viña. Vivía unido a Él con lazos indestructibles. Y a
Él obedeció en todo. Jamás encontraremos una persona que haya comprendido, como
Él, en toda su profundidad y extensión, absorbiéndole tan exclusivamente
durante su vida, el antiguo precepto: “Amarás
al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus
fuerzas”.
Las primeras palabras suyas que conocemos, nos recuerdan
la intimidad con su Padre: “¿No sabéis
que es preciso me ocupe en las cosas de mi Padre” (Lc 2, 49). Y sus últimas
palabras serán un resumen de su vida, centrada en su Padre: “Padre en tus manos encomiendo mi espíritu”
(Lc 23, 46). Toda su vida es la
entrega a una misión encomendada por el
Padre, y su Pasión en la cruz no es más que la culminación de su lucha por
cumplir la voluntad del Padre.
Su Padre, por tanto, era el motor de su accionar, el imán
de su corazón, la brújula que le marcaba siempre el norte de su vida. Y Él era
con su Padre el Hijo excepcional, atento, cariñoso, agradecido. Él no cuenta,
cuenta el Padre. Él se olvida de sí, sólo presenta a su Padre, transmite a su
Padre y ama a su Padre.
Jesús sólo al Padre necesita. Tres años llevan ya sus
discípulos viviendo con Él, pero nunca delibera con ellos acerca de sus planes
o resoluciones, ni les pide consejo. Había en Jesús algo íntimo, un sancta sanctorum al que no tenía acceso
ni su misma madre, sino únicamente su Padre. En su alma humana había un lugar,
precisamente el más profundo, completamente vacío de todo lo humano, libre de
cualquier apego terreno, absolutamente virgen y consagrado del todo a Dios. El
Padre era su mundo, su realidad, su existencia y con Él llevaba en común la más
fecunda de las vidas. Su oración no es más que un nuevo punto de contacto con
Él, una feliz necesidad de dar reposo y de fundir la soledad de su Yo en el
Padre, y orando es, precisamente, como se mantiene unido al mismo en unidad de
la que no participan los hombres, ni sus mismos discípulos.
¿Cómo presenta Jesús a su Padre? Como Dios todopoderoso y
creador que obra (cf. Jn 5, 17); como Padre providente y solícito con sus
criaturas, que viste los campos y alimenta a las aves (cf. Mt 6, 25-26); como
un Pastor que cuida a sus ovejas y las busca (cfr. Lc 15, 4; Jn 10, 1-18). Pero
la revelación más hermosa que Jesús nos hizo de Dios fue el poderle llamar
Padre (cf. Mt 6, 9).
2. Semblanza corporal de Jesús
“Es de elevada
estatura, distinguido, de rostro venerable. Sus cabellos, ensortijados y
rizados, de color muy oscuro y brillante, flotando sobre las espaldas, al modo
de los nazarenos. La frente es despejada y serena: el rostro sin arruga ni
mancha. Su nariz y boca son regulares. La barba abundante y partida al medio.
Los ojos color gris azulado, claros, plácidos y brillantes; resplandecen en su
rostro como rayos de sol, de modo que nadie puede mirarle fijo. Cuando reprende
es terrible; cuando amonesta, dulce, amable, alegre, sin perder nunca la gravedad.
Jamás se le ha visto reír, pero sí llorar con frecuencia. Camina con los pies
descalzos y con la cabeza descubierta. Estando en su presencia nadie lo
desprecia; al contrario, le tiene un profundo respeto. Se mantiene siempre
erguido; sus brazos y sus manos son de aspecto agradable. Habla poco y con
modestia. Es el más hermoso de los hijos de los hombres. Dicen que este Jesús
nunca hizo mal a nadie; al contrario, aquellos que lo conocen y han estado con
él, afirman haber recibido de él grandes beneficios y salud. Según me dicen los
hebreos, nunca se oyeron tan sabios consejos y tan bellas doctrinas. Hay
quienes, sin embargo, lo acusan de ir contra la ley de Vuestra Majestad, porque
afirma que reyes y esclavos son todos iguales delante de Dios” (Publio
Léntulo, procurador de Judea al emperador).
¿Qué rasgos físicos de Jesús podemos recabar de los
evangelios?
Cuerpo robusto y resistente:
La vida dura del taller y las correrías por las colinas circundantes de Nazaret
robustecieron el cuerpo de Jesús, preparándolo para las duras jornadas de su
vida apostólica, a la intemperie por las calcinadas rutas de Palestina. Sabemos
que en una jornada hizo el camino de 30 Kilómetros, por la calzada pendiente
que sube de Jericó a Betania.
Junto al pozo de Sicar se sentó
fatigado y sediento. Cuando los discípulos le ofrecen la comida, la rechaza
diciendo que su alimento es hacer la voluntad del Padre, y antes había
rechazado la bebida que le ofreciera la samaritana. No sabemos que Jesús en
aquella jornada comiera o bebiera a pesar de estar fatigado, lo que prueba su
complexión robusta. El evangelista detalla que Jesús iba delante de los
discípulos en esa marcha ascensional hacia Betania. Sus jornadas apostólicas
son agotadoras; así, en una de ellas por la mañana predica en la sinagoga de
Cafarnaum, cura a un poseso, sana a la suegra de Pedro, y por la tarde se
dedica a curar los enfermos que a él afluyen de todas partes. Al día siguiente
las turbas le buscan de nuevo y empieza de nuevo la jornada agotadora. En ese plan
recorre todos los poblados de Galilea, predicando la penitencia y el mensaje de
salvación. Es tal el trabajo que tiene que desplegar que muchas veces no tiene
tiempo ni para comer.
Las turbas le siguen al otro
lado del lago, y Jesús está de nueva a disposición de ellas. Después de
multiplicar los panes, se retiró de noche a orar. Al día siguiente volvió a
Cafarnaum a reanudar la tarea, después de haber calmado la tempestad.
Este plan de trabajo supone una salud robusta y un
sistema nervioso a toda prueba. En el lago duerme en la nave mientras los
discípulos luchan ansiosos con el temporal; esto refleja que tiene salud
equilibrada, muy apropiada al espíritu equilibrado del Maestro, que siempre se
manifiesta dueño de sí mismo y de la situación.
Su porte debía ser majestuoso y viril.
Cuando sus compatriotas quieren despeñarle en Nazaret, Jesús pasa por medio de
ellos sin inmutarse y con un continente tal, que no se atreven a atentar contra
su vida. Al ser prendido en Getsemaní, sus enemigos caen unos sobre otros,
impresionados del porte majestuoso del Maestro, que lejos de huir les declara: “Yo soy a quien buscáis”.
La mirada de Jesús debía ser majestuosa y dominadora. San
Marcos repite con insistencia cuando el Maestro va a proferir una sentencia: “Y mirándolos, dijo”. Cuando tratan de
lapidarle en Jerusalén, Jesús interpela a sus enemigos: “Muchas cosas buenas os he hecho, ¿por cuál de ellas me queréis
apedrear?”. Este dominio de sí mismo resplandece en las palabras mansas con
que Jesús responde al criado que le ha abofeteado: “Si mal hablé, muéstrame en qué; y si bien, ¿por qué me hieres?”.
Equilibrado: esta complexión
sana y equilibrada de nervios de Jesús contrasta con los desequilibrios
nerviosos de Mahoma y con el agotamiento físico de Buda, que vencido por la
vida, predica una religión pesimista y negativa. La actitud de Jesús en los
momentos de la Pasión es la de un espíritu equilibrado, señor de sí mismo en
medio de las agitaciones nerviosas de sus jueces y acusadores: En el drama de
la Pasión no hay más señor que Jesús.
Sus últimas palabras en la cruz, ofreciendo perdón a los
enemigos, son eco de la paz interior de su espíritu. Nada de desahogos rabiosos
incontrolados, sino autonomía y perfecto control de sus actos, y todo con suma
naturalidad y sin afectación.
Sano: Nunca los evangelistas
aluden a alguna enfermedad del Maestro. En medio de su dura vida de apostolado
su cuerpo parece responder sin debilidades morbosas. Su tarea se iniciaba muy
de mañana. El frescor de su espíritu se refleja en el amor que siente por las
bellezas de la naturaleza, los lirios del campo, los pajarillos del cielo, la
candidez infantil.
En sus parábolas nada insinúa un espíritu cansado y
pesimista; al contrario, su alma tersa sabe contemplar al Padre siempre obrando
en la naturaleza y en las vidas de los hombres. La vida apostólica del Maestro
discurre al aire libre, a la intemperie, caminando por las calzadas y caminos
de Galilea, Samaria, Judea, Tiro, Sidón. Viviendo en extrema pobreza, sin tener
dónde reclinar su cabeza, Jesús iba de un lugar para otro predicando la buena
nueva. Esto no se explica sin suponiendo en él una salud robusta y equilibrada.
3. Semblanza moral de Jesús
En una palabra, Jesús era impecable, es decir, libre de
toda imperfección y mancha moral ante Dios y los hombres. Nadie pudo
sorprenderlo en mentira o falla. Por eso pudo decir: “¿Quién me argüirá de pecado?”. Nadie pudo echarle en cara un
pecado. San Pedro así afirmó: “No hubo
pecado en él, ni engaño en su boca” (1 Pedro 2, 22).
Impecable significa santo. Jesús era santo. Tal convenía
que fuese nuestro Sumo Sacerdote: “Santo,
inmaculado, apartado de los pecados” (Hebr. 7, 26). En todo semejante a
nosotros, menos en el pecado. En el
concilio de Éfeso del siglo IV se afirma que Jesús nunca cometió pecado. Y en
el segundo concilio de Constantinopla se condena a quien diga que Jesús tuvo
pasiones desordenadas carnales. Esta herejía y esta profanación se ha vuelto a
repetir en la famosa película “La última
tentación de Cristo”. Esta postura
es inaceptable porque en Jesús hay equilibrio entre el mundo pasional y el
racional. El desequilibrio se da en nosotros, por culpa del pecado original.
Pero en Jesús no hubo pecado original. Nació sin pecado, así lo dijo el ángel a
María. Jesús no tenía tendencia interior al mal, como nosotros. Y las
tentaciones del desierto o la de Getsemaní son tentaciones extrínsecas, es
decir, vienen de fuerzas exteriores, provocadas por el Maligno. Y Jesús las
rechaza al punto, porque en su alma no había complicidad radical alguna con el
mal. El “Apártate, Satanás” tantas
veces pronunciado por Jesús, es el reflejo de la ausencia de complicidad
pecaminosa en su interior.
El historiador Ranke escribió esto de Jesús: “Nada más inocente, más sublime y más santa
ha existido en la tierra que la conducta de Cristo, su vida y su muerte. En
cada una de sus sentencias sopla el puro aliento de Dios. Son palabras de vida
eterna. El género humano no tiene recuerdo alguno que pueda ni de lejos
compararse con éste”. Así Jesús llega a ser el ideal ético de todos los
tiempos y de todas las civilizaciones.
¿Qué decir de esas reacciones fuertes de Jesús? ¿No son
accesos de ira y cólera con los vendedores del templo y con la clase dirigente
de entonces?
Santidad y perfección moral no significa tener
temperamento flemático, débil, apático, apagado. No. Jesús es un hombre con
energía moral, de temperamento fuerte y apasionado. Y cuando está en juego la
gloria del Padre y la honestidad y honradez no duda en airarse. No tolera la
mentira, la falsedad, la doblez. Se indigna contra quienes quieren falsear la
religión y se creen justos. Podemos imaginarlo con los ojos llameantes, los
labios trémulos y las mejillas abrasadas, porque “el celo de la casa de su Padre le consume”. Jesús no se queda en medias tintas. Su ira no
va contra las personas, sino contra la actitud hipócrita y doble de esa gente
dirigente.
Por tanto, su semblanza moral estaba enriquecida con
estas joyas: mansedumbre y comprensión, exigencia y fuerza. No se excluyen. Es
más, se complementan.
4. Semblanza intelectual de Jesús
De Él se dijo: “Nadie
habló como Él” . Detrás de esta frase se esconde todo el mundo intelectual
de Jesús.
¿Cómo era la inteligencia de aquel que a los doce años
dejó boquiabiertos a los doctores de la ley? ¿Cómo era la inteligencia de aquel
que cuando hablaban todos estaban pendientes de las palabras de gracia que
salían de su boca? ¿Cómo era la
inteligencia de quien pronunció el hermoso discurso o sermón de la montaña,
jamás superado por nadie?
La gente de su tiempo estaba asombrado ante Jesús, hasta
el punto de decir: “¿De dónde le vienen a
éste tales cosas y qué sabiduría era esa que le había sido dada?”. Otros
decían: “¿Cómo es que sabe letras sin
haberlas aprendido?”.
¿Cómo era la inteligencia de aquel que nos describió lo
más profundo y misterioso, el Reino de los cielos, con imágenes tan sencillas y
asequibles como la buena semilla, el grano de mostaza, un poco de levadura, la
perla preciosa, la red que se echa al mar?
La teología nos dice que Jesús tuvo tres tipos de
ciencia:
Ciencia beatífica intuitiva:
por ser Dios, Él veía a Dios cara a cara. Veía todo el pasado, el presente y el
futuro. Veía su vida, sus sufrimientos, sus trabajos, su apostolado, su muerte
en la cruz, su triunfo en la resurrección. Veía las etapas de la Iglesia con
todas las pruebas y vicisitudes. Veía a sus hermanos los hombres, sus avances y
tropiezos, sus miserias y grandezas. Y todo esto le causaba un doble
sentimiento: por una parte, alegría, por
el bien que veía en muchos; y, por otra parte, pena, por el mal que muchos
perpetraban a sus semejantes con guerras, crímenes e injusticias.
Ciencia infusa: es la ciencia
que Dios da a los ángeles y a gente privilegiada, que sin haber estudiado, saben
las cosas porque Dios se las infunde en su inteligencia y en su espíritu.
Ciencia adquirida o experimental:
es la ciencia que vamos aprendiendo con el paso de los días, gradualment. Así
se entiende la frase del evangelio: “El
niño crecía en edad, sabiduría y en gracia delante de Dios y de los hombres”. Jesús era verdadero hombre, por tanto, su
conocimiento fue progresivo, como el conocimiento de todo hombre.
Jesús, pues, tenía una inteligencia brillante, intuitiva,
clara, concreta, basada en la realidad, donde extraía los datos para su
predicación. Era muy observador. Se fijaba en todo: en los lirios, en los
pajarillos, en los campos, en las actitudes de los hombres. Sus ojos eran como
una cámara de fotos.
5. Semblanza psicológico-temperamental de Jesús
Hay psicologías sanas, equilibradas, serenas,
entusiastas, optimistas. Y hay psicologías enfermas, hipocondríacas,
esquizofrénicas, megalómanas, amorfas, raras, depresivas, pesimistas,
asustadizas y desequilibradas.
Hay temperamentos para todos los gustos: colérico,
nervioso, apático, sentimental, apasionado, sanguineo, superficial, profundo.
¿Cómo era Jesús? Es un hecho: Jesús ha sido, es, y será
un personaje excepcional desde todos los puntos de vista. Ha partido la
historia en dos: antes de Cristo, después de Cristo.
A veces su modo de obrar es extraño, hasta el punto que
sus mismos parientes creen que “ha
perdido el juicio” (Mc 3, 21) y lo quieren llevar a su casa porque creen
que compromete el honor familiar.
Los enemigos le acusan de estar poseído de un espíritu
maligno, porque su obrar y doctrina rompen con los moldes recibidos del
ambiente judaico (Mat 12, 24).
Otras veces su conducta parece un poco extraña: hace
barro en el suelo con la saliva y unta los ojos de un ciego; o mete los dedos
en los oídos de un sordo; o escribe con el dedo en el suelo o arroja airado a
los mercaderes del templo. ¿No sufrirá una crisis nerviosa, no tendrá algún
desajuste emocional o psicológico? ¿Quién es éste que quebranta el sábado, que
come y bebe con pecadores? ¿Ha perdido los estribos?
Un maestro un tanto singular: un maestro que no tenía
lugar físico donde preparar sus clases; no tenía escuela, no llevaba libros
debajo del brazo. Ni casa donde dormir.
¿Qué características podemos entresacar del temperamento
de Jesús, a la luz del Evangelio?
Espíritu equilibrado: a pesar
de que su vida se desarrolló en un ambiente de lucha y fricción, dado que su
mensaje era innovador y chocaba constantemente contra las clases dirigentes de
entonces, que le consideraban intruso, Jesús les desenmascara terriblemente,
con espíritu decidido, costase lo que costase.
Y lo hace con espontaneidad, equilibrio, naturalidad,
sinceridad...pero también con tono y palabras punzantes, con argumentos
contundentes y serenos, hasta el punto que nadie se atreve a echarle mano (Jn
7, 45).
Cuando quisieron sus paisanos despeñarle, con toda
naturalidad pasa en medio de ellos, sin nerviosismo ni excitación. En su vida
no hay bruscas alternativas, ni depresiones nerviosas ni rectificaciones de
conducta o de doctrina. Este equilibrio y serenidad es reflejo de una armonía y
equilibrio de su alma segura y centrada en torno a una misión superior.
Dice un autor de él: “Hombre verdaderamente completo, hombre de
un tiempo y de una raza apasionada de la que no rechazó sino las estrecheces de
miras y errores. Tiene sus entusiasmos y sus santas cóleras. Conoce las horas
en las que la fuerza viril se hincha como un río y parece desbordarse. Pero
siempre permanece lúcido: nada de exageración, de pequeñez, de vanidad, ningún
infantilismo, ningún rasgo de amargor egoísta e interesado. Agitadas,
temblorosas, las aguas permanecen límpidas” (Grandmaison).
En sus desahogos de cólera, su centro es el celo de su
Padre, que es el centro de su alma. Es una reacción en defensa de los intereses
superiores del Reino de Dios. No busca sus intereses personales.
Espíritu lúcido y voluntad decidida:
lucidez, pues sabía a qué había venido, conocía bien el plan que su Padre le
había trazado. Lúcido en su hablar y predicar. No desvariaba, no perdía la
memoria. Su hablar era coherente, reflexivo y brillante. Y al mismo tiempo,
tenía una voluntad decidida. Nada de blandenguería, ni voluntad enfermiza o
débil. Voluntad decidida, demostrada en términos tajantes: “Si tu ojo...si tu mano...córtatelos”.... “Dejad a los muertos enterrar a los muertos”....”Dejen todo y síganme”.
Fue esta voluntad decidida, la que hizo que algunas veces los apóstoles no se
atrevieran a preguntarle...estaban como sobrecogidos y con temor, a veces. ¡Qué
decisión la de Jesús: “Que nunca salga
fruto de ti”!
Fiel a su misión: por eso rechazó las propuestas de Satanás en
el desierto. Por eso rechazó la propuesta de la gente para hacerle rey
temporal. Por eso rechazó la propuesta de Pedro de quitarle la cruz y el
sacrificio. Por eso, al final de su vida pudo decir: “Todo está cumplido”.
Espíritu sincero y auténtico:
en Cristo no cabían las mañas, la manipulación de la gente, el engaño, las
palabras de doble sentido, la trampa.
Por eso, luchó a muerte contra el espíritu doble e
hipócrita de los fariseos, a quienes trató duramente. No aguantaba la mentira.
Por eso dijo: “Vuestra palabra sea sí o
no...no se puede servir a dos señores...la lámpara de tu cuerpo es tu ojo”.
Jesús no tenía máscaras. Era transparente: por eso lloraba, sentía tedio y
temblor, se compadecía, se enojaba...No era un estoico. Nada tenía postizo. Por
eso, desenmascara las trampas de los fariseos: “Mostradme el denario...dad al César lo que es del César y a Dios lo
que es de Dios”.
Espíritu realista, no idealista: Jamás se oyó decir de Cristo que tuvo
éxtasis, es decir, momentos en que perdía el control de los sentidos, por estar
en contacto con el mundo sobrenatural.
Nunca se desconectó del mundo sensible. Nunca estuvo
fuera de sí, como estuvo san Pablo o santa Teresa o san Juan de la Cruz, a
quienes Dios les concedió estas gracias especiales.
Jesús era realista. Vivía a la intemperie. Nunca estuvo
enfermo. Esto nos demuestra que tuvo un equilibrio orgánico y psíquico a prueba
de todo. Quien anda en éxtasis se siente descoyuntado, molido, con dolores
musculares y orgánicos.
Jesús vivía en la realidad. Y esa realidad era dura.
Tanto que le creaba tensión con su misión: “Tengo
que recibir un bautismo de sangre...las raposas tienen madriguera...vamos a
Jerusalén”. Jesús no fue un idealista ni un soñador. Pisa en tierra firme: “Dadles de comer...estoy conmovido”. No
es un sonámbulo. No tiene espasmos nerviosos. No tenía sugestiones ni
fanatismos.
Jesús nada tiene de rarezas. Por eso, come, bebe, echa en
cara, discute, reza, motiva, llama la atención, se enoja.
Sus mismas parábolas demuestran este espíritu realista:
pescadores escogiendo los peces buenos; los agricultores sembrando la buena
semilla; los obreros esperando en la plaza el contrato del día; la reacción de
los que trabajaron más contra los más favorecidos; la preocupación de la mujer
que perdió una dracma en la casa; la súplica de la mujer ante el juez inicuo;
los amigos importunos que van de noche a pedir pan al amigo; el rico que no se
preocupa del pobre; los fariseos que en las plazas hacen todo para ser vistos;
la madre que va a dar a luz; los lirios del campo; los que entran al banquete
sin llevar vestido de etiqueta... ¡Qué ojo tan realista y observador! Nada se
le escapa. Con sus parábolas podríamos reconstruir el medio ambiente social de
su época.
Espíritu sencillo: la
sencillez es la no complicación ante Dios, los hombres y uno mismo. Es sinónimo
de naturalidad, autenticidad, transparencia. Por eso, en Jesús encontramos una
fluidez en la relación con su Padre. Y en el trato con los hombres no tenía
gestos teatrales, ni tonos altisonantes ni espectacularidades para halagar a
las masas.
No clamaba en las plazas. Su vocabulario era sencillo, natural,
simple, imaginativo y plástico. Nos se iba a la abstracción; nos e andaba por
las ramas. No se daba a logicismos rabínicos eruditos. Natural, sin afectación;
natural, sin rarezas; natural, sin formalismos. Por eso, pedía que los ayunos
no se hiciesen en público, sino en privado. Por eso, iba a los convites con
gente sencilla e incluso poco recomendable. No se complicaba. No se hacía líos.
No cavilaba. No buscaba dobles intenciones a las cosas. Por eso, desenmascaraba
a los fariseos, porque eran complicados de mente, retorcidos, maliciosos,
malpensados. Todo en Jesús es transparente, auténtico, sincero: “El ojo debe
ser el espejo del corazón”. Sencillez. Sencilla fue la llamada de cada apóstol.
Nada de truenos, ni de gritos, ni de espasmos. Nada de sueños ni de visiones:
“Ven y sígueme”. Sencillez. Por eso, todo lo decía de frente sin complicarse.
Sencillez. Por eso, simplificó los 503 preceptos judaicos en uno solo: Amaos.
Espíritu original e independiente:
A todos considera hermanos, no hay extraños ni extranjeros. Todos somos hijos
del mismo Padre Celestial. En tiempo de Jesús imperaba un nacionalismo cerrado
y de revancha contra el extranjero. Jesús habla de universalidad, de
fraternidad, de unir Oriente y Occidente, donde se sentarán todos en el mismo
banquete.
Original, también, al dar primacía y prioridad al valor
ético, interior, espiritual y no a la letra, que a veces mata, si no está
permeada de espíritu. “Habéis oído que se
dijo, pero Yo os digo...”. ¡Qué postura tan valiente, gallarda, independiente!
“Nadie habló como Éste”.
Por este espíritu de independencia corrige la
interpretación dada a las leyes antiguas, simplifica todo, perfila, matiza.
Todo sonaba nuevo, original: “Dar la otra
mejilla, devolver bien por mal, amar al enemigo, no permitirse ni siquiera
desea a la mujer del prójimo, perdonar, sólo los enfermos necesitan del médico,
buscar lo perdido, lo que sale del corazón eso es lo que mancha...”.
Por este espíritu original, no promete un mesianismo
terreno, político, social, sino espiritual, donde los pobres, los afligidos,
los humildes, los pacíficos, los perseguidos son quienes tendrán su recompensa.
Por eso su doctrina, por ser nueva, pedía odres nuevos, corazones nuevos,
mentes nuevas. Si no, se echaría a perder el vino de su mensaje.
Original y atrevido. Se considera superior a la ley, al
templo, al sábado, y con toda independencia y libertad, cambia las antiguas
costumbres que eran intocables: “Habla
con una mujer samaritana, come con pecadores, cura a extranjeros, se encara con
esos maestros de la ley, quebranta el sábado para hacer el bien a los
necesitados...”.
Espíritu de mansedumbre, exento de
blandos sentimentalismos: No ha habido temperamento más comprensivo
y condescendiente con el prójimo que Jesús. Su espíritu de mansedumbre culmina
en su silencio, en su porte digno al ser abofeteado. No es un silencio lleno de
miedo e impotencia; sino un silencio lleno de dominio y contención de las
pasiones irascibles. Jesús es una mezcla de majestad y dulzura. Sabe condescender
sin rebajarse; entregarse sin perder su ascendiente; darse sin abandonarse.
Su dulzura y mansedumbre no significaba transigencia y
aprobación de situaciones injustas o de actitudes erradas. Por eso,
desenmascara la falsedad, la hipocresía, con frases duras y cortantes, de las
clases dirigentes judaicas. No se alza contra la autoridad; al contrario, dice
a los suyos que sigan sus instrucciones, pero no su conducta. Vigoroso y suave,
suro y condescendiente. En el equilibrio de ambas tendencias está el carácter
perfecto.
Espíritu comprensivo y humano, sin
concesiones a la demagogia: Jesús era intransigente con el pecado e
indulgente con el pecador. Ahí tenemos a Jesús frente a la mujer adúltera (Juan
8, 1s) y frente a esos judíos que trajeron a esa mujer pública. Fue indulgente
con ella, porque estaba arrepentida, pero fue intransigente con el pecado de la
mujer: “Vete y no peques más”. Y fue
intransigente con esos judíos: “El que de
vosotros esté sin pecado, arroje la primera piedra”.
Ahí tenemos a Jesús frente a esa mujer samaritana (cf.
Juan 4). Jesús le puso ante su cara el pecado: “Cinco maridos has tenido, y el que ahora tienes no es tu marido”.
Pero la fue llevando al arrepentimiento. Jesús no tiraba las piedras contra los
pecadores, como hacían los fariseos. Era comprensivo con la debilidad humana.
Pero era intransigente con la mentira, la hipocresía, la falsedad, la ambición,
la comodidad. Por eso no dudó de hablar duro a Pedro: “Apártate de mí Satanás” cuando Pedro quiso quitar del plan de Jesús
la cruz, lo difícil (Mateo 16, 21-23). Aún resuenan las terribles palabras
contra la actitud de esos jefes religiosos: “Fariseos,
sepulcros blanqueados, raza de víboras”. Daban la impresión de una virtud
interior que no tenían.
Comprensivo con el pecador humilde. Por eso perdonó al
buen ladrón (cf. Lucas, 23, 39-43), a Zaqueo (cf. Lucas 19, 1-10). Pero esta
comprensión con la debilidad humana, estaba muy por encima de la demagogia o
condescendencia con las pasiones bajas de las turbas. Por eso, no lanza un
programa o un mensaje facilitón, cómodo, de satisfacciones sociales en el orden
terrenal; no promete bienes terrenales, sino persecuciones, dificultades. Por
eso, a los que le siguen les pide renuncias terribles, negarse a sí mismo,
tomar la cruz...amarla a Él más que a sus seres queridos.
Nada de concesiones a la sensualidad y a la animalidad
del hombre. Primero están los valores del espíritu, que piden ascesis, trabajo,
renuncia. Jesús no halaga, exige. Jesú no cede, exige. No contemporaliza, exige.
Nada de demagogias facilitonas, como hacían otros mesías. Su mensaje era crudo:
cruz, sacrificio, renuncia. Y sin embargo, era el Pastor que busca esa oveja
perdida y cuando la halla, se alegra, la pone sobre los hombros, hace fiesta.
Era ese Médico que curaba las heridas profundas del corazón de quien se
acercaba humilde y arrepentido. Eera ese Padre que se compadecía de esas turbas
hambrientas de su Palabra, y les alimentaba sin prisas, aunque no tuviera Él
tiempo para comer. Jesús, pues, era intransigente con el pecado, pero
comprensivo con el pecador. Para ello se necesita tener un corazón noble,
grande para amar y fuerte para luchar.
Espíritu austero: austero, no
al estilo de Juan Bautista, que huye del mundo y de sus nobles alegrías. Jesús
no es un anacoreta que vive aislado en el desierto, sin más compañía que la de
los chacales. El anacoreta se desconecta de la vida social, de sus problemas y
angustias. La misión de Jesús debía desarrollarse en el bullicio de las
ciudades, conviviendo con sus conciudadanos y participando de sus
preocupaciones. Los monjes anacoretas tenían este lema: “Huye, reza, llora”. Jesús, no. Jesús quiere santificar la vida
social en su propio ambiente, en contacto con las diversas clases sociales de
su tiempo.
¿Dónde está, pues, su austeridad, si tenía que vivir en
medio del mundo?
En su vida personal había abrazado la más estricta
pobreza. No tenía dónde reposar la cabeza. Tenía otro alimento distinto.
Austeridad, como ese tener lo esencial, vivir con lo esencial; en comida,
vivienda y vestido. Austeridad, como libertad interior. Cuanto menos se tiene,
más libre se siente Jesús.
Su mensaje, por otra parte, exige austeridad, renuncia: “No acumuléis tesoros en la tierra, donde la
polilla corroe”... “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero...?”...
“Una cosa es necesaria”. Pide, pues, austeridad, para desembarazar el
espíritu a fin de que vuele con mayor libertad hacia la santidad. Pide perder
la vida material, para salvar el alma espiritual. Como el cirujano que amputa
un miembro, para el bien del todo. Pide vender todo lo material para comprar la
perla preciosa de su amistad, de su gracia, de su Reino.
Nada tiene valor para Jesús, sino en función de su
dimensión religiosa y espiritual. Por eso lo material debe ocupar un lugar
secundario en la vida del cristiano. Si no hay renuncia en la vida, no hay
clima propicio para el desarrollo de los valores espirituales. Su mensaje, por
tanto, supone un programa de renuncia. No nos hagamos ilusiones: para entrar en
el Reino de los cielos hay que desprendernos. La austeridad nos ayuda a elevar
la mirada a las cosas de arriba, y a desprendernos de las cosas, afectivamente,
primero, y efectivamente, después.
Espíritu razonablemente afectivo:
la actitud de austeridad y desprendimiento ante la vida en Jesús no está reñida
con un temperamento afectivo, cálido, cordial.
Austeridad no significa adustez, insensibilidad, frialdad
en el trato con los demás. La austeridad regula esa tendencia de todo hombre a
tener más de lo necesario. La afectividad es una cualidad que todo hombre tiene
que desarrollar en el marco de un equilibrio, y que le hacer ser más hombre.
¿Cómo demostró Cristo su afectividad?
En los Evangelios se nos habla de su predilección por los
niños, símbolo del candor y humildad, necesarios para entrar en el Reino. Con
sus apóstoles fue afectuoso y el Evangelio no esconde que Jesús tuvo
predilección con algunos: Pedro, Santiago y Juan. A pesar de la rudeza de
aquellos pescadores, Jesús tuvo detalles de delicadeza y afectividad: cuando
les vio cansados, los llevó a la otra orilla a pasar un fin de semana. En la
Última Cena los llama: “hijitos míos” y les deja el testamento del amor, como
sello de su pertenencia. Les lava los pies.
Cuando les manda al apostolado se preocupa de que no les
falte nada. Fue compañero de fatigas y sinsabores, de alegrías y sobresaltos de
esos doce íntimos. Con ellos desarrolló una afectividad sana, equilibrada y
orientada al bien. La afectividad unida a la amistad crea lazos irrompibles,
estrechos y duraderos.
Antes de partir al Padre, Jesús les conforta, les anima y
les promete un Consolador, el Espíritu Santo. Les promete su asistencia hasta
el final de los tiempos. Hoy diríamos: “Jesús
tenía corazón”. Esto es la afectividad. La misma Eucaristía fue regalo de
esta afectividad inigualable que desembocó en amor íntimo y oblativo.
Las lágrimas que Jesús derramó en varias ocasiones
demuestran que Jesús no era una persona adusta o insensible, sino, al
contrario, con una capacidad de afectividad fina. Le dolía que no le aceptaran
como Mesías. Le dolía la suerte de su pueblo. Le dolía la injusticia, la
explotación, el sufrimiento de su gente. Le dolía la ingratitud. Le dolía la
terquedad de algunos.
CONCLUSIÓN
Hemos visto todo un mosaico de virtudes en Jesús.
Virtudes en plena armonía, que forman la rica personalidad de Cristo, su mundo
psicológico y afectivo. Estas virtudes las vivió Jesús de un modo sereno,
límpido, natural, sin tensiones. Cristo representa el equilibrio, el ideal más
puro de la Humanidad. A Él tenemos que mirar todos, por ser el Camino, la
Verdad y el Modelo.
A modo de conclusión,
hagamos un breve resumen de cuanto se ha dicho: ¿Cómo era Jesús?
Ante su Padre: obediente,
agradecido, atento, solícito, amoroso, delicado, respetuoso.
Ante los hombres: Demuestra
un gran interés por el hombre, por cada hombre. Le ama con compasión, le habla
con sencillez, le corrige con bondad y con exigencia amorosa para que se
convierta; le urge la conversión del hombre. Quiere hacerle salir de su
reducido mundo, abrirle horizontes, darle alas para que comprenda lo que es, lo
que puede ser. Desea hacerle superar lo inmediato para que vea lo profundo de
su vida y de su actuación. Usa términos absolutos: nadie, todos, perderse, salvarse; no se queda en las ramas, va a
las raíces (Mc 8, 35; Mc 9, 43-44). Utiliza las narraciones o parábolas para
iluminar las actitudes que el hombre debe tener en su vida, para enseñarle cómo
debe actuar para ser mejor: el sembrador y su cosecha (Mt 13), obrero y trabajo
(Mt 20, 1-16), servidor y señor (Lc 12, 45-47), ladrón (Lc 12, 39), padre e
hijo (Lc 15, 11-32), administrador y el rico (Lc 16, 1-8); rico y pobre (Lc 16,
19-31), negociantes y casas de préstamo (Lc 19, 12-23), invitados a la boda (Lc
14, 8-12), gobernantes y súbditos (Mt 20, 25). También usaba paradojas y
enigmas para hacerle pensar al hombre, animarle a buscar. Emplea el género
apocalíptico para recordar la inseguridad del hombre, el juicio al está
sometido, la soberanía de Dios, su paciente espera, su justicia, la maldad del
pecado, la necesidad de estar vigilante (Mt 24, 36; 24, 27-28; Mt 25). ¿Desde
dónde enseña al hombre? Cualquier parte es púlpito: plazas, caminos, a orillas
del lago, sinagoga, banquetes, templo, etc. ¿Cómo enseña? Con autoridad, con
decisión, con paciencia y bondad.
Ante las cosas: amor y
respeto por la naturaleza. Se ha fijado en todo: pájaros (Lc 9, 58; 12,6), los
cuervos (Lc 12, 24), los lirios (Lc 12, 27), la hierba del campo (Lc 12, 28; Mt
6, 30), las vides y los sarmientos (Jn 15), las uvas y los espinos, los higos y
los cardos (Mt 7, 16), los juncos y hierbas agitados por el viento (Lc 7, 24),
las nubes en el cielo (Lc 12, 54), el viento (Jn 3, 80), la gallina (Lc 13,
34). Y todas las cosas las relaciona con el Padre, con el mundo espiritual.
Todo es huella de Dios. Tiene en cuenta los hechos sociales, civiles y
religiosos, cotidianos. Utiliza símbolos que transportan a una realidad
profunda: sal, luz, candil, perfume, polilla, carcoma, viga, perla, roca, río, viento,
casa, red, tesoro, grano de mostaza, grano de trigo, cizaña, etc. Todo le
servía a predicar su mensaje divino. Jesús se da cuenta de las relaciones
humanas, comerciales, política y religiosas, que se dan en la sociedad en que
vive.
CAPÍTULO
CUARTO
Los principales nombres de
Jesús
Leyendo los Santos Evangelios nos sorprende la variedad
de nombres que se le dan a Cristo, ya sea por parte de los evangelistas o
porque el mismo Cristo se los aplica a sí mismo: Camino, Verdad, Vida, Pastor,
Rey, Luz, Pan, Maestro, Compañero de camino, Resurrección, Vida, Salvador,
Mesías, Cordero de Dios, etc.. Esto nos demuestra la riqueza inmensa que
encierra el corazón de Cristo. Acerquémonos, pues, al Evangelio para descubrir
la hondura y profundidad de su Amor.
A lo largo de los Evangelios podemos descubrir diversos
títulos de Jesús. Todos nos demuestran que ha sido el hombre más grande de la
historia. Muchos hombres han sido admirados, pero no siempre amados. Jesucristo
es el único hombre que ha sido amado más allá de su tumba. A los dos mil años
de su muerte, legiones de hombres y mujeres, dejando su familia paterna y su
familia futura, sus riquezas y su Patria, despojándose de todo, han vivido sólo
para Él. Jesucristo ha sido amado con heroísmo. Millares y millares de mártires
dieron por Él su sangre. Millares y millares de santos centraron en Él su vida.
Jesús ha sido también el hombre más combatido de la humanidad. ¿Qué tendrá este
hombre que murió hace dos mil años y hoy molesta a tantos vivos? ¿Qué tendrá este
hombre que sigue enterrando a sus mismos enemigos y Él sigue vivo? ¿Quién es
Jesús?
Fray Luis de León ha escrito lo siguiente: “Vienen a ser casi innumerables los nombres
que la Escritura divina da a Cristo, porque le llama León y Cordero, y Puerta y
Camino, y Pastor y Sacerdote, y Sacrificio y Esposo, y Vid y Pimpollo, y Rey de
Dios y Cara suya, y Piedra y Lucero, y Oriente y Padre, y Príncipe de Paz y
Salud, y Vida y Verdad, y así otros nombres sin cuento”.
¿Quién es, pues, Cristo?
Aún resuena en nuestros oídos la pregunta que el mismo
Cristo formuló hace dos mil años: “¿Quién decís que soy Yo?” (Mateo
16, 16-17).
A esta pregunta respondió su mismo Padre celestial,
respondió la gente que le vio y le escuchó y respondió el mismo Jesús.
1. ¿Qué dijo de Jesús su Padre celestial?
“Tú eres mi Hijo
amado, mi predilecto” (Mc 1,10): se lo dijo el día del bautismo en el
Jordán, antes de comenzar la predicación del Reino de Dios. ¿Qué habrá
experimentado el corazón de Jesús al escuchar de su mismo Padre celestial estas
hermosas palabras, llenas de cariño y de amor? ¡Qué ánimo y aliento no habrá
sentido Jesús al oírlas! Sentirse el Hijo amado, el predilecto era un motivo de
tanta alegría y gozo interior para Jesús. Jesús es el predilecto porque hace siempre
y con amor la Voluntad de su Padre.
“Este
es mi Hijo amado, mi predilecto, escuchadlo” (Mt 17, 5); lo dijo el día
de la transfiguración en el monte, antes de su pasión y muerte. Aquí añade un
desafío para todos nosotros: escuchar a su Hijo. Escucharlo porque Él es la
Palabra del Padre, el que trae el mensaje de parte del Padre. Escuchar implica
apertura interior, cerrar los oídos a los demás ruidos. Escuchar para que esa
Palabra se meta en lo profundo de nuestro corazón, nos alimente, nos interpele,
nos convierta, nos arda, nos queme y llegue a ser un volcán que salga después
en erupción y alcance su lava a todos los que están a nuestro lado.
Este Hijo es distinto a los hijos de los hombres. Corría
el siglo III cuando el obispo de Antioquía de Pisidia, san Acacio, fue llevado
a la presencia del cónsul Marciano. Le preguntó éste:
- Así,
pues, según dices, ¿tiene Dios un hijo?
- Sí que
lo tiene.
- Y,
¿quién es ese hijo de Dios?
- El Verbo
de verdad y gracia...
- Pues
dime su nombre.
- Su
nombre es Jesucristo.
- Y, ¿qué
diosa lo concibió?
- Dios no
engendró a su Hijo uniéndose al modo humano con una mujer..., sino que el Hijo de Dios
y el Verbo de la verdad salió del corazón de Dios.
2. ¿Qué dijeron los demás de Jesucristo?
Jesús
San Mateo nos dice así, de parte del ángel: “Le pondrás por nombre Jesús, porque Él
salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,21). Son palabras del ángel a
José. Este nombre expresa la misión del Hijo de Dios al encarnarse. Revela el
motivo de la encarnación. Jesús en lengua hebrea se dice Yehoshuah y quiere
decir Yahvéh salva, Dios salva; quiere decir, pues, Salud-dador.
Este el nombre que resume todos los demás que enunció
Fray Luis de León. Es el nombre más suave. Así lo dirá san Bernardo: “Nada más suave de cantar, nada más grato de
oír, nada tan dulce de pensar, como Jesús, Hijo de Dios”.
¡Jesús! No existe bajo el cielo otro nombre, dado a los
hombres, en el cual hayamos de salvarnos (Act 4,12).
Manuel de Iribarne cuenta la muerte trágica de Francisco
Pizarro diciendo: “Pizarro quedó solo en
medio de sus enemigos, que arremetieron contra él sin compasión. Atacado por
todas partes, el viejo soldado se mantuvo en pie defendiéndose durante algún
tiempo, hasta que su nervudo brazo se rindió a la fatiga, incapaz de sostener
la espada. Martín Bilbao le asestó entonces una furiosa cuchillada en el
cuello, que dio con él de bruces sobre las losas. Un surtidor de sangre
caliente brotó de su garganta. Al caer, el conquistador del Perú pidió
confesión a voces. Dícese que antes de lanzar su postres aliento, como español
y como cristiano, trazó una cruz con su propia sangre en el suelo -única firma
que usó en vida- y luego la besó devotamente. Un tenue y suspirado ¡Jesús! Se
escapó de sus labios” .
Un nombre, pues, que trae consuelo y confianza incluso en
el mismo trance de la muerte trágica.
Jesús, Cordero de Dios
Así lo nombró Juan Bautista a orillas del Jordán (cf Jn
1, 29). ¿Qué quiso significar Juan? Tal vez estaba indicándolo como el
verdadero Cordero Pascual (cf Ex 12,6), o tenía en mente el cordero del
sacrificio cotidiano en el templo (cf Ex 29,38); o tal vez al Siervo de Yahvéh,
de Isaías, llevado al matadero como corderito mudo (cf Is 53, 6,7); podía
también querer resaltar su cualidad de inocencia o su disposición al
sufrimiento.
Es Cordero que quita el pecado del mundo, no sólo que lo
lleva. Y san Juan dice que quita y no que quitará, para indicar y significar la
virtud natural de Cristo de quitar los pecados.
Jesús, Profeta
“Este es el profeta
Jesús, de Nazaret en Galilea” (Mt 21, 9-11). Jesús fue el Profeta esperado.
¿Qué es una profecía? Es un conocimiento impreso en la mente del profeta
mediante una revelación divina; es una señal de la divina presciencia.
¿Qué clase de profeta: taumaturgo (que obra milagros),
reformador, mesiánico?
Jesús no rechaza el intento popular de colocar su obra y
su personalidad dentro del marco de profetismo, pero la supera porque no sólo
anuncia la venida del Reino, sino que la realiza en Él mismo. Es profeta,
también, porque es rechazado y
perseguido; así supera la imagen del profeta mesiánico nacionalista,
apocalíptico y espectacular.
Como Profeta Jesús tuvo conocimiento del corazón del
hombre. Conocía lo que había en el corazón de Natanael (cf Jn 1, 43). Conocía
los pecados de la samaritana (cf Jn 4, 17-18). Conocía las murmuraciones
internas de los escribas cuando sana al paralítico (cf Lc 9, 46). Conocía los
juicios del fariseo cuando la pecadora lava sus pies con lágrimas (cf Lc 7,
36-50). Conocía la traición de Judas (cf Jn 13, 27). ¡Él conocía lo que hay en
el corazón del hombre!
Pero Jesús fue más que un Profeta. Y con sus profecías
demostró que era enviado de Dios y además demostró que era Dios.Todo cuanto Él
decía lo sabía como Dios y también como Hombre.
Jesús, Mesías
Elegido y ungido por Dios y enviado con una misión. Jesús
no sólo no usa el término de Mesías, sino que positivamente tiene una actitud
de ocultamiento y reserva en este sentido. Impone silencio a los demonios para
que no lo descubran como Mesías (Cf Mc 1, 33; 3, 12; Lc 4, 41).
Pero ocurre también que a Jesús le preguntan si es Él el
Mesías y responde diciendo: “Sí, pero...;
sí, pero no del modo como vosotros pensáis”.. Su mesianismo va a
escandalizar, va a defraudar a muchos, va a ser signo de contradicción, una
piedra de escándalo para los judíos.
Cristo había sido reacio a confesar públicamente su
identidad mesiánica. Tenía el peligro de que le entendieran en sentido
político-nacional, cuando su misión era otra muy distinta. Y cuando lo confesó
públicamente en la Pasión, ante el sumo sacerdote, fue tratado de blasfemo.
Jesús, Hijo de David
Jesús no se lo aplica nunca espontáneamente, aunque
tampoco lo niega cuando se lo atribuyen (Mt 21, 9-15). La muchedumbre lo
considera como hijo de David (Mt 12, 23-27; Mc 10, 47-48; Lc 18, 38-39); pero Jesús no reivindica dicho título, como
si tuviese miedo a la exaltación política que ello traería consigo. Era en
tiempos de Jesús uno de los títulos de más acusado trasfondo político.
Jesús, el Hijo del hombre
Tiene estos sentidos:
Primero: Hijo del hombre en clara referencia al texto de
Daniel (7, 9-14). Con ellos viene a indicar que su mesianismo es divino. En
efecto, el hijo del hombre es preexistente, proviene del cielo y aparece junto
al anciano sobre la nube, lugar de las manifestaciones de Dios.
Segundo: Jesús, al usar el título de hijo del hombre, lo
hace en conexión con la función del siervo de Yavé, en cuanto que su mesianismo
de origen divino y trascendente se realiza con la misión de redimir a la
humanidad (Mateo 20, 28), perdonar los pecados, juzgar, consolar a los
pecadores. Jesucristo emplea este título ochenta y dos veces.
Tercero: Hijo del hombre por ser verdadero hombre. Es el
hijo de hombre más extraordinario de todos. Hijo de hombre porque sufrirá todo
tipo de humillaciones, porque no tendrá donde reclinar la cabeza. Une la
función del Hijo del Hombre con la del siervo de Yavé humillado, servidor y
sufrido.
Jesús, Maestro
Es curioso ver que de un total de cincuenta y ocho veces
en que aparece la palabra “maestro” en el Nuevo Testamento, cuarenta y ocho se
encuentran en los evangelios, y cuarenta y uno referido a Jesús. En muchas
ocasiones se dice en el evangelio que Jesús “enseña” a los discípulos y a la
gente. La actividad pública de Jesús se caracteriza por su enseñanza, por lo
que parece justificado hablar respecta a Él designándolo como “Maestro”.
Jesús enseña en los lugares públicos de carácter
religioso, dirigiéndose a la gente que allí se reúne: en la sinagoga los días
de sábado y en el área del templo. Ocasionalmente los
evangelios mencionan la actividad de enseñanza al aire libre, a la orilla del mar o en las plazas de la
aldea.
La instrucción de Jesús se dirige a la gente sin
distinción alguna o a los discípulos por separado. La forma de enseñanza de
Jesús corresponde a la de la tradición bíblica, sapiencial y de las escuelas
judías: sentencias proverbiales, semejanzas, parábolas, etc.
Este título de Jesús Maestro será objeto de todo un
capítulo más adelante.
Jesús, Señor
Superior a todos, de condición divina. El título
“Señor” se refiere más directamente a
las relaciones de Cristo con nosotros. La función magisterial de Jesús, según
el primer evangelista, tiende a coincidir con la de “Señor” de los discípulos,
hasta el punto de que ninguno de ellos puede arrogarse el título de “maestro”. En concomitancia con esta
acentuación del papel autorizado de Jesús en el evangelio de Mateo, los
discípulos se dirigen a Jesús dándole el título de “Señor”, mientras que son
los demás, los de fuera, los que llaman a Jesús “maestro”. También el evangelio
de Lucas revela esta tendencia a reservar el uso del título “maestro” para los
que son extraños al grupo de los discípulos, mientras que estos últimos llaman
a Jesús “Señor”.
Jesus, Hijo de Dios
Jesús al presentar al Padre, indirectamente se está
revelando a sí mismo como el Hijo en un sentido único y trascendente. No es que
busque su gloria al revelarse como el Hijo; es que al revelar la gloria del
Padre, inevitablemente revela la suya propia.
Es en el evangelio de san Juan donde Jesús se presenta
como el Hijo en un sentido único y trascendente. La relación única entre ambos
la presenta mediante un conocimiento mutuo único (Jn 1, 18: 10, 15; 17, 25), un
amor recíproco también exclusivo (Jn 5, 20; 14, 31; 17, 24.26), mediante la
unidad de ambos en la acción (Jn 5, 17.19.20.30), que hace que los dos sean una
misma cosa (Jn 14, 10; 17, 21-22). De este modo, quien honra al Padre honra al
Hijo (Jn 5, 22-27), y quien ve al Hijo ve igualmente al Padre.