sábado, 8 de febrero de 2014

El Cristo Real

INTRODUCCIÓN


            ¿Quién es Cristo, por quien muchos han dejado todo para seguirlo, por quien otros han preferido la muerte antes que traicionarle? ¿Quién es Cristo que tanto molesta a quien no lo conoce de cerca?

            ¿Quién es Cristo, que pasa hambre y alimenta a muchedumbres innumerables, el que se fatiga y rehace las fuerzas de los fatigados, el que no tiene dónde reclinar su cabeza y lo gobierna todo con su mano, el que sufre y remedia todos los sufrimientos, el que es abofeteado y da libertad al mundo, el que es traspasado en su costado y arregla el costado de Adán?

            ¿Quién es Cristo, la única persona preanunciada? Ni Sócrates, ni Buda, ni Mahoma, ni Confucio, ni Lao-tse fueron preanunciados. No sólo la Biblia preanuncia la venida de Cristo, que nacería de una virgen[1], que sería un varón de dolores entregado como expiación por las ofensas de su pueblo[2], cuyo reino glorioso sería perdurable, de la casa de David. Todas estas predicciones, ¿de quién se decían, si no de Cristo?

            El mismo mundo pagano habló de Cristo, antes de su venida. Tácito, hablando en nombre de los antiguos romanos nos dice que la gente se hallaba generalmente persuadida, basándose en las antiguas profecías, de que el Oriente había de prevalecer, y de que de Judea había de venir el Dueño y el Soberano del mundo. Suetonio, al relatar la vida de Vespasiano, da cuenta así de la tradición romana: “Hubo en todo el Oriente una antigua y constante creencia de que, con el apoyo de profecías indudablemente ciertas, los judíos habrían de alcanzar el sumo poder”.  

            La China se hallaba en el mismo estado de expectación, pero, debido a que se encontraba en la otra parte del mundo, creía que el gran Sabio había de nacer en Occidente. Los anales del Celeste Imperio contienen esta declaración: “En el año 24 de Chao Wang, de la dinastía de Cheon, el día 8 de la cuarta luna, apareció una luz por el lado del sudoeste que iluminó el palacio del rey. El monarca, sorprendido por tal resplandor, interrogó a los sabios. Ellos le mostraron libros en los que se indicaba que este prodigio significaba la aparición del gran Santo de Occidente, cuya religión había de introducirse en el país de ellos”.

            Los griegos le esperaron, puesto que Esquilo, en su obra Prometeo, seis siglos antes de su venida escribió: “ No esperes que llegue un fin para esta maldición, hasta que venga Dios para tomar sobre su cabeza los dolores de tus propios pecados, a modo de expiación”.

            ¿Cómo sabían los magos de Oriente[3]que un día había de venir el Mesías? Probablemente por medio de las numerosas profecías que los judíos habían hecho



[1]              Cf. Isaías 7, 10-16.
[2]              Cf. Isaías 53.
[3]              Cf. Mateo 2.



circular por el mundo, así como por la profecía de Daniel a los gentiles, siglos antes del nacimiento del que había de venir.

            El mismo poeta latino, Virgilio, en su cuarto libro de las églogas, habla de una “mujer casta, que sonríe a su hijito, con el cual la edad de hierro desaparecerá”.

            Suetonio citó a un autor contemporáneo para indicar que los romanos tenían tanto miedo a un rey que había de gobernar el mundo, que mandaron matar a todos los niños nacidos aquel año. Y ésta fue una orden que nadie más que Herodes puso en ejecución.

            No solamente los judíos esperaban el nacimiento de un gran rey, un sabio y un salvador, sino que también los filósofos griegos, Platón y Sócrates, hablaban del Logos y del sabio universal “que ha de venir”. Confucio hablaba del “santo”; las sibilas de un “rey universal”; el célebre dramaturgo griego, de un salvador y redentor que liberaría al hombre de la “maldición originaria”.

            Por tanto, lo que separa a Cristo de todos los hombres es que ante todo fue esperado; incluso los gentiles sentían anhelo de un libertador o redentor. Este solo hecho ya le distingue de todos los demás jefes religiosos.

            Otro hecho que le distingue de los demás es que, una vez hubo aparecido, fue tal el impacto que sobre la historia produjo, que la partió, diviéndola en dos periodos: uno antes de su venida y el otro después de ella. Esto no lo hizo Buda ni ninguno de los grandes filósofos de la India.

            Un tercer hecho que le separa de todas las demás personas es el siguiente: cualquier otra persona vino a este mundo para vivir, mientras que Él vino para morir. Para Sócrates la muerte fue piedra de tropiezo, puesto que interrumpió su enseñanza. Mas para Cristo la muerte fue la meta y el cumplimiento del propósito de su vida. Pocas palabras o acciones suyas resultan inteligibles si no se hace referencia a su cruz. La historia de cualquier vida humana comienza con el nacimiento y termina con la muerte. Sin embargo, en la persona de Cristo, primero fue su muerte y luego fue su vida. Después de su muerte comenzó prácticamente todo. Comenzó a germinar su obra y su doctrina.

            Terminemos la introducción con otra pregunta: ¿Sólo se trata de conocerlo o también de experimentarlo? Deberíamos hacer la experiencia profunda de Cristo. Llegar a decir de Cristo lo que alguien dijo: “Cristo es mi Dios, mi gran amigo, mi compañero, mi Padre, mi grande y único amor y la única razón de mi existencia. La vida con sus poderes, riquezas y vanidades ni me dice ni me interesa en nada por sí misma. Estoy seguro que nada me costaría dejarla, arrancármela si no tuviese a Cristo. Vivo porque su mirada, su amor, su doctrina y todo su ser me dan la razón suficiente y única para desear vivir; vivo con la ilusión y el afán de poder ofrecer una prueba de mi pobre amor entregándole todo mi ser libre y espontáneamente y porque quisiera poder hacer algo para lograr que otros muchos hombres crean en Él, lo conozcan, lo amen y gocen la inefable alegría de saberse sus hijos muy amados. La humanidad es desgraciada sólo en la medida en que no tiene a Cristo, incluidos aun aquellos hombres más poderosos y ricos y bien dotados de la tierra?” [1]

            Siendo Jesús un personaje histórico, se le puede estudiar, como a todo hombre, desde las ciencias (historia, psicología, política, religión, etc.). El interés de las ciencias por Jesús surge a partir del testimonio que dan los cristianos. Las ciencias, por su mismo método, no llegan a preguntarse lo más esencial sobre Jesucristo. Tienen que aceptar otros puntos de vista.

            El interés por Jesús de Nazaret no nace ni se agota con las preguntas que hacen los científicos. El interés por Jesús surge a causa de alguna enfermedad[2], a causa de una amenaza de catástrofe[3], a causa de inquietudes intelectuales[4], a causa de de un deseo de superación[5], a causa de un deseo de poder[6]. Pero también por otros motivos: al constatar que su doctrina es bella[7], al ver las obras que realiza[8]; al ver la belleza del mismo Jesús[9]. Muchos se preguntan por el sentido de la vida, del sufrimiento, por la paz y el progreso, por el hambre y el respeto por los derechos humanos. A todas estas preguntas responde Jesús, pero con respuestas profundas. Y pide el cambio del corazón, para que después se dé el cambio de estructuras.

            Estudiar a Jesús compromete, pues, en la evangelización, es decir, a llevar la experiencia de Cristo a otros. ¡Cuántos hay que no conocen o conocen mal a Jesucristo! Y pensar que Jesús es el más hermoso de los hijos de los hombres, por ser precisamente y misteriosamente el Hijo de Dios.

            Y cuando todos conozcamos a Jesucristo, el Hijo de Dios Viviente, podremos disfrutar de la civilización del amor y transformar nuestro mundo desde dentro y desde sus cimientos. Habrá lo que tanto anhelamos: paz, libertad, igualdad social, progreso, amor y solidaridad, respeto a la vida, justicia. Todos tendremos pan, techo y vestido. Todos podremos mirarnos a los ojos y tratarnos como hermanos en la misma mesa.

            Deseo que este libro llegue al corazón del lector, para que conozca más a Jesucristo, lo ame, lo imite y transmita su mensaje a quienes se encuentre por el camino de la vida.

El autor

           





[1]              P. Marcial Maciel, L.C., fundador de la Congregación de los Legionarios de Cristo, en una carta escrita el 5 de noviembre de 1960.
[2]              Cf. Mc 1, 40; 5, 22-23; 6, 55
[3]              Cf. Mc 4, 38
[4]              Cf. Jn 3, 1-21; Mc 10, 2
[5]              Cf. Mc 10, 17-22
[6]              Cf. Mc 10, 35-40
[7]              Cf. Mc 1, 27-28
[8]              Cf. Mc 4, 41; 11, 28; Lc 8, 25
[9]              Cf. Mc 14, 3-9; Lc 10, 38-42
















CAPÍTULO PRIMERO
Jesucristo realmente existió

            Hablar de Jesucristo es hablar de la esencia misma del Cristianismo. El Cristianismo implica principios filosóficos, pero no es filosofía; contiene principios éticos, pero no es una ética; posee principios sociales, pero no es un movimiento social. El Cristianismo es Cristo conocido, creído, amado, seguido y transmitido.

            La historia, no sólo cristiana, sino también pagana, da testimonio de que Jesucristo realmente existió. Es de coherencia humana aceptar los hechos históricos. El seguir la doctrina y el mensaje de Jesús ya requiere, por una parte, fe y, por otra, voluntad de aceptación.

            1.         Jesucristo no es un mito. Existió realmente. ¿Existen algunos documentos históricos sobre Jesús de Nazaret?

                Escritores paganos: a principios del siglo II se habla de los llamados “cristianos”, como aquellos que profesan la fe en Cristo, considerado como Dios. Así la carta que el historiador Plinio el Joven, procónsul de Bitinia, escribe en el año 112 al emperador Trajano que “los cristianos se reúnen un día determinado antes de romper el alba y entonan un himno a Cristo como a un dios”[1]. Está también Tácito que en sus Anales, hacia el año 115, habla del gran incendio de Roma, atribuido a Nerón en el 64, que culpaba a los cristianos de todo. Aquí está el texto: “Para hacer cesar esta voz, presentó como reos y atormentó con penas refinadas a aquellos que, despreciados por sus abominaciones, eran conocidos por el vulgo con el nombre de cristianos. Este nombre les venía de Cristo, el cual, bajo el reino de Tiberio, fue condenado a muerte por el procurador Poncio Pilato. Esta condena suprimió, en sus principios, la perniciosa superstición, pero luego surgió de nuevo no sólo en Judea, donde el mal había tenido su origen, sino también en Roma, a donde confluye todo lo abominable y deshonroso y donde encuentra secuaces” (15, 44)[2] Suetonio, historiador del año 120, refiere que el emperador Claudio “expulsó de Roma a los judíos por promover incesantes alborotos a instigación de un tal Cresto” [3].

                Escritores judíos: Flavio Josefo, historiador judío, en sus Antigüedades judías, escritas hacia el año 93-94, refiere que el “sumo sacerdote Anano acusó de transgredir la ley al hermano de Jesús (que es llamado Cristo), por nombre Santiago, y también a algunos otros, haciéndoles lapidar” (Antiquitates XX, 9, 1). Más explícito es otro pasaje: “Por aquel mismo tiempo apareció Jesús, hombre sabio, si es lícito llamarle hombre; puez hizo cosas maravillosas, fue el maestro de los hombres que anhelan la verdad, atrayendo hacia sí a muchos judíos y a muchos gentiles. Él era el Cristo. Y, como Pilato le hiciera crucificar por acusaciones de las primeras figuras de nuestro pueblo, no por eso dejaron de amarle los que le habían amado antes: pues Él se les apareció resucitado al tercer día después que los divinos profetas habían predicho de ël estas cosas y otros muchos prodigios sobre su persona. Hasta hoy dura la estirpe de los cristianos, que tomaron de Él su nombre” (Antiquitates XVIII, 3, 3).



[1]              “Stato die ante lucem convenire carmenque Christo quasi deo dicere” (Epistula X, 96).
[2]              “Auctor nominis eius Christus Tiberio imperante per procuratorem Pontium Pilatum supplicio adfectus erat” (Annales XV, 44).
[3]              ”Judaeos impulsore Chresto assidue tumultuantes Roma expulit” (Vita Claudii 25, 4).




            Testimonios cristianos: Vienen recogidos en el Nuevo Testamento, conjunto de 27 escritos: cuatro evangelios, los Hechos de los apóstoles, catorce cartas de san Pablo, las siete cartas llamadas católicas (de Santiago, 1 y 2 de Pedro; 1, 2 y 3 de san Juan, y Judas Tadeo) y, finalmente el Apocalipsis. Hay que decir que el Nuevo Testamento no es un libro de historia. Es un conjunto de libros que contiene el anuncio del mensaje de la fe. Hay en él muchos datos históricos, más que en el resto de los libros no cristianos, pero lo más importante es la fe y la conversión. Por lo mismo, no podemos mirar estos libros con ojos de historiador, sino con corazón de creyente.

            También hay otros libros cristianos que hablan de Jesucristo, pero no han sido recibidos por la Iglesia como auténticos y revelados. En ellos cuenta más que la fe y la historia la exageranción maravillosa, la admiración humana milagrera, las reflexiones particulares. A estos libros se les llama apócrifos.

            Los evangelios son la fuente más importante sobre la historicidad de Jesucristo. Fueron escritos a la luz de la Pascua. Los redactores se sirvieron de documentos escritos anteriores, en una primera recopilación, e investigaciones personales, al tiempo que daban a sus escritos una propia intencionalidad teológica. Uno de estos documentos anteriores es la llamada Quelle (fuente en alemán) que recogía discursos y logia (frases cortas memorizables) de Cristo, existente ya en los años cuarenta, que fue utilizada por Lucas y Mateo. Otra fuente escrita es la conocida con el nombre de “triple tradición”, que recoge los hechos de la vida de Cristo, de la que dispusieron los tres sinópticos (Mateo, Marcos, Lucas). Disponemos de criterios válidos que nos permiten escuchar, si no las “mismas palabras de Jesús” (obsesión del siglo pasado), al menos el mensaje auténtico de Jesús y alcanzar unos hechos “sucedidos de verdad” que pertenecen a Jesús de Nazaret. 

            2.         ¿Cómo era Palestina en tiempos de Jesús?

            Primero, la situación política. Palestina estaba dominada por Roma. La cultura dominante del país era la judía, aunque también se hablaba el griego. Por tanto, era un país cruzado por varias culturas: hebrea, griega y romana. Roma respetaba bastante las particulares e instituciones de los pueblos que dominaban. Había un representante romano para gobernar, con una pequeña guardia. La vida de Jesús se desarrolla en el tiempo de los emperadores Augusto y Tiberio. Herodes el Grande es el rey de toda Palestina cuando Jesús nace. Herodes muere en seguida, dejando a sus hijos su territorio: Herodes Antipas hereda Galilea, y Arquelao Judea. En tiempos de Jesús había también judíos rebeldes, que lucharon por la independencia de Palestina, incluso con las armas. Entre ellos estaban Judas Galileo y los zelotas.

            Segundo, la situación social. Palestina se componía de dos grupos sociales: los judíos habitantes en la misma Palestina y los paganos romanos. Había bastantes judíos que vivían en la diáspora, es decir, fuera de Palestina. Dentro del grupo judío había dos orientaciones desde el punto de vista religioso:

            Los fariseos: era un grupo religioso al que pertenecían algunos sacerdotes, pero la mayoría eran laicos. Cumplían la ley de Moisés estrictamente. Respetaban las tradiciones (sábado, ritos purificatorios, oraciones, limosnas, diezmos, etc.) Estudiaban la ley de Moisés. Eran influyentes y respetados. Esperaban la futura llegada de un Mesías liberador político. Creían en la resurrección final. Deseaban la independencia de Palestina. No eran amigos de los romanos, aunque vivían con ellos.


Los saduceos: grupo religioso al que pertenecían las familias sacerdotales más importantes. Querían también la independencia, pero vivían sin grandes problemas bajo la dominación romana. Rechazaban las tradiciones orales judías. No creían en la resurrección. Eran ricos.

            Otras clases sociales: Las grandes muchedumbres: sencillos, religiosos; los sacerdotes: cuidaban el templo y ofrecían sacrificios; los levitas: ayudaban a los sacerdotes; los guardias del templo: ponían orden dentro del recinto del templo; los escribas: maestros y abogados; los Ancianos: Sus decisiones eran determinantes; los esenios o monjes de Qumran: una especie de orden religiosa; los discípulos de Juan Bautista; los publicanos: unidos con los romanos; cobraban los impuestos; eran ricos y odiados; considerados como pecadores; no cumplían la ley ni las purificaciones; los herodianos: deseaban que la familia de Herodes se hiciera cargo del poder de Palestina; los zelotas: rebeldes y fanáticos contra la dominación romana; nacionalistas, patriotas, creyentes y violentos; querían una nación libre y gobernada en nombre de Dios.

            3.         ¿Cuáles eran las instituciones religiosas?

            La fe israelita se resumía así: fe en un solo Dios, revelado a los Padres, contenida en las Escrituras; Fe en la elección del pueblo de Israel.

            Estas son las instituciones religiosas en tiempo de Jesús:

            Sanedrín: para asuntos religiosos. Senado compuesto por 65 miembros y presidido por el sumo sacerdote. Formado por sacerdotes, ancianos y escribas, con poder para juzgar y castigar a los que cometían faltas en materia religiosa. Para condenar a muerte necesitaba el permiso del representante romano.

            Sinagoga: lugar de reunión de los judíos los sábados para rezar, leer o escuchar la Escritura.

            Templo: es el centro de la vida religiosa nacional. Construido y mantenido con el aporte de los fieles. Allí se celebraban los sacrificios.

            Fiestas religiosas: El Sábado, que empezaba ya el viernes por la tarde y en el que todo trabajo estaba prohibido terminantemente. La Pascua: fiesta principal que recuerda la liberación de Egipto. Pentecostés: fiesta de la Alianza realizada en el Sinaí entre Dios e Israel. Tabernáculos: acción de gracias por las cosechas y frutos. Día de la Reconciliación: perdón de los pecados de todo el pueblo. Dedicación del templo: aniversario de la dedicación del templo hecha por Judas Macabeo.

            Jesús, ¿que relación tenía con estas instituciones sociales, politicas y religiosas? Podemos decir lo siguiente: Jesús era de nacimiento judío. Pertenecía a la clase media baja, por su oficio de artesano. Vivía en una provincia, Galilea. No era de familia sacerdotal. No se manifiesta en él ninguna opción política ni a favor ni en contra de Roma. Habla y se relaciona con hombres de todas las clases sociales: sacerdotes, fariseos, saduceos, pobres, publicanos, prostitutas, enfermos, pescadores, soldados romanos, etc. Desde luego no era esclavo ni mendigo ni jornalero.


CONCLUSIÓN: Que Cristo existió realmente pertenece a la doctrina de la fe, como también pertenece a la fe que Cristo murió realmente por nosotros y que resucitó al tercer día. Ahora bien, la fe en Cristo no es la creencia en un ser atemporal del que hayamos tenido noticia por una experiencia mística, ni, menos aún, es la creencia en un mito o en un símbolo. Nuestra fe en Cristo es fe en una Persona -el Hijo eterno del Padre- que, en un momento preciso de nuestra historia, “se encarnó por obra del Espíritu Santo de María Virgen, y se hizo hombre...” (Concilio I de Constantinopla, a. 381, Symbolum (DS 150). Es, pues, fe en un hombre singular y concreto. Es más, la existencia de Jesús es también un hecho probado por la ciencia histórica, sobre todo, mediante el análisis del Nuevo Testamento cuyo valor histórico está fuera de duda. Cabe también mencionar algunos testimonios antiguos no cristianos sobre la existencia de Jesús, como ya vimos en este capítulo. En el siguiente capítulo ahondaremos más en esto.








CAPÍTULO SEGUNDO
Los Evangelios nos remontan al Jesús histórico

            Asegurada la existencia de Jesús, es preciso cuestionar cuál es el auténtico Jesús, dónde descubrirlo. ¿Hay un solo Jesús o varios? Los Evangelios son camino para un encuentro con el Jesús verdadero, pues son la fuente principal para conocer a Jesús. Ahora bien, los Evangelios no son una biografía en el sentido moderno. Son, en realidad, una recopilación del mensaje y los hechos fundamentales de Cristo, escritos para comunicar la fe en Él. Estos hechos y estas palabras de Cristo, antes de ser puestos por escrito a principios de los años sesenta por los sinópticos y el año cien por Juan, la comunidad primitiva cristiana los había transmitido en su liturgia y en su predicación.

            En los Evangelios encontramos una verdadera historia de Cristo: “La Santa Madre Iglesia ha sostenido y sostiene con firmeza que los cuatro Evangelios referidos -cuya historicidad afirma sin duda alguna- transmiten fielmente lo que Jesús, Hijo de Dios, hizo y enseñó efectivamente durante su vida entre los hombres, para su salvación eterna hasta el día en que fue levantado al cielo”[1].

            Los problemas que tenemos que solucionar son éstos: ¿El Cristo judío real histórico es el mismo Cristo que el predicado por los apóstoles y la fe de la Iglesia? ¿Los Evangelios son narraciones históricas o son invenciones de los que conocieron a Jesús? Leyendo los Evangelios, ¿nos acercamos al verdadero Jesús histórico?

            Se han dado muchas soluciones desde el campo protestante, pero algunas terminan diciendo que el Cristo histórico no es el mismo que el Cristo predicado por los apóstoles y que nos muestran los Evangelios. El teólogo protestante más influyente llamado Bultmann dice que no interesa el Jesús histórico, sino el Jesús de la fe. Interesa, dice, el mensaje de Jesús; lo demás es mito inventado por los apóstoles: nacimiento virginal, milagros, resurrección, etc.

            Dada la importancia de esta cuestión, diremos lo siguiente, tratando de encontrar la parte de verdad y de error que se esconde detrás de estas posiciones.

1.         Los Evangelios transmiten al verdadero Jesucristo.

            Los hechos que narran eran conocidos de todos; bien por haberlos visto personalmente, bien por haberlos oído a quienes los vieron. No pudieron, por tanto, desfigurar nada de la realidad. En este caso hubieran sido desmentidos, y no hay huella alguna de rectificaciones. Si los evangelistas hubieran dicho lo que no es verdad, sus Evangelios hubieran sido rechazados por aquella generación que fue testigo de los hechos. No existe ningún documento que muestre este rechazo.

            En cambio los evangelios apócrifos, que carecen de rigor histórico, fueron comúnmente rechazados. Son relatos fantasiosos e inverosímiles. Contienen errores en la geografía de Palestina, y les falta fidelidad al marco histórico. Estos evangelios nunca han sido aceptados por la Iglesia, por no estar contenidos en el Canon de Muratori que es una lista de los libros inspirados que hizo la Iglesia en el siglo II.




[1]              Concilio Vaticano II, Constitución Dei Verbum, n. 19




Los datos que dan los Evangelios sobre la geografía del país, situación política y religiosa,  sobre las costumbres, concuerdan con lo que sabemos de todo esto por otras fuentes. Además, los evangelistas murieron por defender la verdad de lo que decían; y nadie da su vida por lo que sabe que es mentira.

            Aparte de que como están inspirados por Dios no pueden equivocarse ni mentir. El Concilio Vaticano II dice que la Biblia entera está inspirada por Dios[1]. Y san Pablo: “La Escritura está inspirada por Dios” [2].

            Los Evangelios son, en realidad, catequesis y testimonio de fe de personas que creen en Cristo y que quieren comunicar la fe que tienen. Fueron escritos a la luz de Pascua.

            El que los Evangelios sean un testimonio de fe no significa que no encierren un verdadero contenido histórico. Afirmamos con la Iglesia que en el origen de los Evangelios se encuentran los hechos y las palabras de Jesús. Pero estas palabras, hechos y sucesos de su vida han pasado a nosotros, a nuestros Evangelios a través de varios medios o procesos:

            Primero: Cristo no escribió nada, sólo predicó la Buena Nueva.
            Segundo: la primera actividad de los apóstoles después de la ascensión de Cristo es proclamar oralmente esa Buena Nueva de Jesús. Una vez muerto Jesús, una vez que ha resucitado, sus discípulos predican que en Él, en sus palabras y en su vida, se ha dado la salvación para todos los hombres. Predican lo que ellos habían visto y oído, bajo la luz de la resurrección y Pentecostés. También acudieron al Antiguo Testamento para comprender mejor todo lo referente a Jesús. Y al transmitir los dichos y hechos de Jesús tuvieron en cuenta las circunstancias de sus oyentes, con las consecuentes variantes.
            Finalmente, se comienza una recopilación y una fijación escrita de palabras, hechos y sucesos de la vida del Señor, que contaban los discípulos para suscitar la fe. A la colección amplia de las palabras de Jesús se denomina “fuente Q”. Cada escritor sagrado seleccionó el material que le convenía para los destinatarios de su obra. Los evangelistas no se proponían principalmente “narrar” una historia de Jesús, sino fundar la fe de sus destinatarios. Marcos realiza un esfuerzo de síntesis de todos los materiales y los ordena dentro de su evangelio. Mateo y Lucas se aprovechan de este esquema de Marcos y lo completan, adjuntando otros materiales de que disponían. Lo mismo hace el evangelista Juan.

            Saquemos unas conclusiones importantes:

            En la lectura de los Evangelios se transmite el verdadero rostro de Jesucristo. Una lectura meditada, creyente, en unión con Jesucristo y en la caridad fraterna, da un conocimiento profundo y verdadero de Jesús.




[1]              Concilio Vaticano II, Dei Verbum n. 11
[2]              2 Timoteo 3, 16



Es necesario estar en permanente contacto con los escritos del Nuevo Testamento para redescubrir el rostro de Jesucristo: sus dimensiones humanas y divinas. Este permanente contacto es necesario para no hacer de Jesús un mito; no idealizar y desencarnar la imagen de Jesús; no dejarnos captar por ideologías; reencontrar la unidad en la misma fe; no hacer de Jesús un ideal puramente humano; no conformarnos con nuestras proyecciones y deseos; encontrar el camino hacia Dios, sin perder al hombre.

            Cuando se lee el Evangelio, uno se da cuenta de que existen textos de muy diferentes categorías: unos narran la infancia de Jesús, otros su actividad en Galilea; otros narran palabras que Jesús dijo, otros narran hechos, enseñanzas, la pasión o la resurrección. Lo importante es que todos los textos dependen de Jesús, se refieren a Jesús. Ahora bien, unos dependen de Jesús directamente, otros actualizar o interpretan los hechos o dichos del Señor. Pero todos son necesarios para el conocimiento histórico de Jesucristo.
           
            ¿Por qué hay semejanzas y diferencias? Cada evangelista nos transmite, junto con su historia, su propio interés, sus acentos, sus aspectos personales o culturales. Pero es indudable que existe una fundamental identidad respecto a la Persona de quien hablan e incluso de los sucesos que narran. Por eso, para encontrar la verdadera imagen de Jesucristo no se puede elegir un texto y rechazar otros. Tampoco se pueden despreciar los textos que no coinciden con mi manera de ver las cosas. Se han de tener todos en cuenta, si bien es posible hacer una distinción dado el carácter del texto que se trate. Es como sacar una fotografía desde diversos ángulos de vista.

            ¿Por qué algunos hoy quieren negar la historicidad de los Evangelios, siguiendo la escuela protestante de Bultmann? Hoy nadie se preocupa del problema de la historicidad del Corán (al fin y al cabo el Corán es una recopilación ecléctica de doctrinas, y Mahoma, que pretendió tener una revelación divina no la justificó nunca por milagros); y, sin embargo, muchos se preocupan por la historicidad de los Evangelios. El motivo es claro: las otras religiones no tienen la originalidad del cristianismo. El cristianismo se presenta como Dios entre nosotros, como Dios mismo encarnado para redimirnos de las grandes impotencias que pesan sobre la humanidad: el pecado, el mal y la muerte. Es la doctrina de la comunión fraterna en Cristo; por eso es por lo que se le persigue, por eso es por lo que muchos tienen que dar cuenta de él. Como decía Daniélou, la causa última de la persecución al cristianismo reside en su suprema belleza, en la belleza que irradia de la verdad.

2.         ¿Hay algunos criterios de historicidad de los Evangelios? [1]

            Criterio de múltiple fuente: cuando un dato evangélico lo encontramos en las diferentes fuentes que componen los Evangelios, tenemos la certeza de que se trata de un dato histórico.
            Criterio de discontinuidad: cuando un dato es totalmente contrario a la mentalidad de la comunidad primitiva, no se puede decir que sea ésta la que lo ha inventado. P.e. el título de “Hijo del hombre”, ni lo utilizó ni lo entendió, ¿cómo entonces lo podía inventar ella?



[1]              Sigo los criterios que apunta el padre José Antonio Sayés en su libro “Razones para creer”, Dios, Jesucristo, la Iglesia, ed. Paulinas. Pp. 82-84



Criterio de conformidad: todos los exegetas están de acuerdo en que es un dato histórico la predicación de Jesús de la llegada del Reino. Es el núcleo de su mensaje.
            Criterio de explicación necesaria: debemos admitir como histórico un dato que aparece como explicación única de una serie de acontecimientos evangélicos y sin el cual tales acontecimientos quedarían sin explicación. P.e. o Cristo instituyó la eucaristía o no se entiende que en todas partes y desde el principio se celebre la eucaristía en el seno de la Iglesia.
            Criterio del estilo propio de Jesús: todos los exegetas están de acuerdo en que Jesús tenía un estilo personal, un estilo hecho de una innegable autoridad: “Pero yo os digo”, y una inaudita sencillez, que hace que rompa todos los esquemas, tratando preferentemente con los niños, los enfermos, las mujeres, los pecadores.

            Concluimos este apartado diciendo que los criterios aquí expuestos han de usarse en conjunto. Sólo así dan luz y seguridad. Cuando leemos los Evangelios escuchamos, si no las misma palabras de Jesús (obsesión del siglo pasado), al menos el mensaje auténtico de Jesús para nuestra salvación eterna.  

3.         ¿Qué dice la fe de la Iglesia?

            Sin la adhesión de fe no se da un conocimiento adecuado de la Persona y obra de Jesús de Nazaret. Los Evangelios son los únicos testimonios válidos, incluso desde el punto de vista histórico. Para escribir estos textos fue necesaria la fe. Para comprenderlos es necesaria también. Esta adhesión de la fe tiene algunas importantes características:

            Está provocada por el Espíritu Santo. Para conocer a Jesús, Dios y hombre, necesitamos la luz del Espíritu, pues es un misterio. Dios, no sólo se nos propone desde la historia, sino que desde dentro de nosotros está obrando para abrirnos al testimonio histórico en toda su riqueza y amplitud.

            La adhesión de la fe no termina ni en Jesús ni en el Espíritu, sino en el Padre. La cristología debe ser fundamentalmente trinitaria. Jesucristo nos lleva al Padre. Dios, del que nos habló Jesús, es su Padre.

            La adhesión de la fe tiene una dimensión comunitaria y eclesial. Fuera de la Iglesia no hay un verdadero, permanente, recto y total conocimiento de Jesucristo. Los que se separan de la Iglesia terminan, tarde o temprano, con una figura de Jesús borrosa e inexacta. Aunque el Espíritu no está encerrado en los límites de la Iglesia institucional y sopla donde quiere, también es cierto que ese Espíritu orienta a la Iglesia, la ilumina, la llama a la unidad en la caridad. ¿Qué puesto tienen los movimientos dentro de la Iglesia en la presentación del rostro de Cristo? Si están unidos al Papa y a los obispos, presentarán el verdadero rostro de Cristo; si no, harán nacer tensiones y dificultades y terminarán en la disolución.

CONCLUSIÓN: Los Evangelios son un don de Dios al mundo, son un regalo que sólo pide manos generosas que lo reciban y lo abran, corazón creyente que lo acoja, boca sincera que lo transmita y pies ágiles que lo lleven por doquier, para que todos puedan conocer, admirar y compartir el amor y la belleza de Jesucristo, el Hijo de Dios Vivo.








CAPÍTULO TERCERO
Semblanza de Jesús

            ¡Cómo nos hubiera gustado haber visto personalmente a Jesús, haber escuchado las palabras de su boca, sus ademanes, sus gestos! No ha sido posible. Pero nos fiamos de aquellos que sí lo vieron y escucharon, los apóstoles y evangelistas. Por eso, partiendo de los Santos Evangelios, haremos una semblanza de Jesús desde todos los ángulos: corporal, moral, intelectual, espiritual, psicológico-temperamental, pues los Santos Evangelios nos trazan una semblanza de Jesús, a brochazos, pero profunda y verdadera, gracias a la cual podremos extraer con admiración y respeto las cualidades del más hermoso de los hijos de los hombres: Jesucristo.

1.         Semblanza espiritual de Jesús

            Las riquezas espirituales de Jesús son inagotables. ¿Cuál es el centro espiritual de su actividad religiosa? Sin duda alguna la vinculación filial con Dios, su Padre. Por eso, su vida fue una oración continua. Todo le hablaba de su Padre. A su Padre acudía para las decisiones más importantes, como fue la elección de los apóstoles (cf. Lc 6, 12). A Él dirigía su acción, sus milagros. Vivía abandonado en las manos de su Padre celestial. El fundamento, la roca de su vida es su Padre. La riqueza de su vida es el Padre. El punto de referencia es su Padre. A Él acudía al levantarse y al acostarse, y le rezaba y con Él dialogaba. A Él ofrecía su jornada, sus éxitos apostólicos. A Él pedía la gracia para curar y sanar. A Él acudía cuando los hombres querían desvirtuar su misión espiritual. Presenta a su Padre como el Ideal de santidad. De Él habla en su predicación y lo retrata como padre, como viñador, preocupado de su viña. Vivía unido a Él con lazos indestructibles. Y a Él obedeció en todo. Jamás encontraremos una persona que haya comprendido, como Él, en toda su profundidad y extensión, absorbiéndole tan exclusivamente durante su vida, el antiguo precepto: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”.

            Las primeras palabras suyas que conocemos, nos recuerdan la intimidad con su Padre: “¿No sabéis que es preciso me ocupe en las cosas de mi Padre” (Lc 2, 49). Y sus últimas palabras serán un resumen de su vida, centrada en su Padre: “Padre en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46).  Toda su vida es la entrega  a una misión encomendada por el Padre, y su Pasión en la cruz no es más que la culminación de su lucha por cumplir la voluntad del Padre.

            Su Padre, por tanto, era el motor de su accionar, el imán de su corazón, la brújula que le marcaba siempre el norte de su vida. Y Él era con su Padre el Hijo excepcional, atento, cariñoso, agradecido. Él no cuenta, cuenta el Padre. Él se olvida de sí, sólo presenta a su Padre, transmite a su Padre y ama a su Padre.

            Jesús sólo al Padre necesita. Tres años llevan ya sus discípulos viviendo con Él, pero nunca delibera con ellos acerca de sus planes o resoluciones, ni les pide consejo. Había en Jesús algo íntimo, un sancta sanctorum al que no tenía acceso ni su misma madre, sino únicamente su Padre. En su alma humana había un lugar, precisamente el más profundo, completamente vacío de todo lo humano, libre de cualquier apego terreno, absolutamente virgen y consagrado del todo a Dios. El Padre era su mundo, su realidad, su existencia y con Él llevaba en común la más fecunda de las vidas. Su oración no es más que un nuevo punto de contacto con Él, una feliz necesidad de dar reposo y de fundir la soledad de su Yo en el Padre, y orando es, precisamente, como se mantiene unido al mismo en unidad de la que no participan los hombres, ni sus mismos discípulos. 

            ¿Cómo presenta Jesús a su Padre? Como Dios todopoderoso y creador que obra (cf. Jn 5, 17); como Padre providente y solícito con sus criaturas, que viste los campos y alimenta a las aves (cf. Mt 6, 25-26); como un Pastor que cuida a sus ovejas y las busca (cfr. Lc 15, 4; Jn 10, 1-18). Pero la revelación más hermosa que Jesús nos hizo de Dios fue el poderle llamar Padre (cf. Mt 6, 9).


2.         Semblanza corporal de Jesús

            “Es de elevada estatura, distinguido, de rostro venerable. Sus cabellos, ensortijados y rizados, de color muy oscuro y brillante, flotando sobre las espaldas, al modo de los nazarenos. La frente es despejada y serena: el rostro sin arruga ni mancha. Su nariz y boca son regulares. La barba abundante y partida al medio. Los ojos color gris azulado, claros, plácidos y brillantes; resplandecen en su rostro como rayos de sol, de modo que nadie puede mirarle fijo. Cuando reprende es terrible; cuando amonesta, dulce, amable, alegre, sin perder nunca la gravedad. Jamás se le ha visto reír, pero sí llorar con frecuencia. Camina con los pies descalzos y con la cabeza descubierta. Estando en su presencia nadie lo desprecia; al contrario, le tiene un profundo respeto. Se mantiene siempre erguido; sus brazos y sus manos son de aspecto agradable. Habla poco y con modestia. Es el más hermoso de los hijos de los hombres. Dicen que este Jesús nunca hizo mal a nadie; al contrario, aquellos que lo conocen y han estado con él, afirman haber recibido de él grandes beneficios y salud. Según me dicen los hebreos, nunca se oyeron tan sabios consejos y tan bellas doctrinas. Hay quienes, sin embargo, lo acusan de ir contra la ley de Vuestra Majestad, porque afirma que reyes y esclavos son todos iguales delante de Dios” (Publio Léntulo, procurador de Judea al emperador).

            ¿Qué rasgos físicos de Jesús podemos recabar de los evangelios?

            Cuerpo robusto y resistente: La vida dura del taller y las correrías por las colinas circundantes de Nazaret robustecieron el cuerpo de Jesús, preparándolo para las duras jornadas de su vida apostólica, a la intemperie por las calcinadas rutas de Palestina. Sabemos que en una jornada hizo el camino de 30 Kilómetros, por la calzada pendiente que sube de Jericó a Betania.

            Junto al pozo de Sicar se sentó fatigado y sediento. Cuando los discípulos le ofrecen la comida, la rechaza diciendo que su alimento es hacer la voluntad del Padre, y antes había rechazado la bebida que le ofreciera la samaritana. No sabemos que Jesús en aquella jornada comiera o bebiera a pesar de estar fatigado, lo que prueba su complexión robusta. El evangelista detalla que Jesús iba delante de los discípulos en esa marcha ascensional hacia Betania. Sus jornadas apostólicas son agotadoras; así, en una de ellas por la mañana predica en la sinagoga de Cafarnaum, cura a un poseso, sana a la suegra de Pedro, y por la tarde se dedica a curar los enfermos que a él afluyen de todas partes. Al día siguiente las turbas le buscan de nuevo y empieza de nuevo la jornada agotadora. En ese plan recorre todos los poblados de Galilea, predicando la penitencia y el mensaje de salvación. Es tal el trabajo que tiene que desplegar que muchas veces no tiene tiempo ni para comer.

Las turbas le siguen al otro lado del lago, y Jesús está de nueva a disposición de ellas. Después de multiplicar los panes, se retiró de noche a orar. Al día siguiente volvió a Cafarnaum a reanudar la tarea, después de haber calmado la tempestad.

            Este plan de trabajo supone una salud robusta y un sistema nervioso a toda prueba. En el lago duerme en la nave mientras los discípulos luchan ansiosos con el temporal; esto refleja que tiene salud equilibrada, muy apropiada al espíritu equilibrado del Maestro, que siempre se manifiesta dueño de sí mismo y de la situación.

            Su porte debía ser majestuoso y viril. Cuando sus compatriotas quieren despeñarle en Nazaret, Jesús pasa por medio de ellos sin inmutarse y con un continente tal, que no se atreven a atentar contra su vida. Al ser prendido en Getsemaní, sus enemigos caen unos sobre otros, impresionados del porte majestuoso del Maestro, que lejos de huir les declara: “Yo soy a quien buscáis”.

            La mirada de Jesús debía ser majestuosa y dominadora. San Marcos repite con insistencia cuando el Maestro va a proferir una sentencia: “Y mirándolos, dijo”. Cuando tratan de lapidarle en Jerusalén, Jesús interpela a sus enemigos: “Muchas cosas buenas os he hecho, ¿por cuál de ellas me queréis apedrear?”. Este dominio de sí mismo resplandece en las palabras mansas con que Jesús responde al criado que le ha abofeteado: “Si mal hablé, muéstrame en qué; y si bien, ¿por qué me hieres?”.

            Equilibrado: esta complexión sana y equilibrada de nervios de Jesús contrasta con los desequilibrios nerviosos de Mahoma y con el agotamiento físico de Buda, que vencido por la vida, predica una religión pesimista y negativa. La actitud de Jesús en los momentos de la Pasión es la de un espíritu equilibrado, señor de sí mismo en medio de las agitaciones nerviosas de sus jueces y acusadores: En el drama de la Pasión no hay más señor que Jesús.

            Sus últimas palabras en la cruz, ofreciendo perdón a los enemigos, son eco de la paz interior de su espíritu. Nada de desahogos rabiosos incontrolados, sino autonomía y perfecto control de sus actos, y todo con suma naturalidad y sin afectación.

            Sano: Nunca los evangelistas aluden a alguna enfermedad del Maestro. En medio de su dura vida de apostolado su cuerpo parece responder sin debilidades morbosas. Su tarea se iniciaba muy de mañana. El frescor de su espíritu se refleja en el amor que siente por las bellezas de la naturaleza, los lirios del campo, los pajarillos del cielo, la candidez infantil.

            En sus parábolas nada insinúa un espíritu cansado y pesimista; al contrario, su alma tersa sabe contemplar al Padre siempre obrando en la naturaleza y en las vidas de los hombres. La vida apostólica del Maestro discurre al aire libre, a la intemperie, caminando por las calzadas y caminos de Galilea, Samaria, Judea, Tiro, Sidón. Viviendo en extrema pobreza, sin tener dónde reclinar su cabeza, Jesús iba de un lugar para otro predicando la buena nueva. Esto no se explica sin suponiendo en él una salud robusta y equilibrada.

3.         Semblanza moral de Jesús

            En una palabra, Jesús era impecable, es decir, libre de toda imperfección y mancha moral ante Dios y los hombres. Nadie pudo sorprenderlo en mentira o falla. Por eso pudo decir: “¿Quién me argüirá de pecado?”. Nadie pudo echarle en cara un pecado. San Pedro así afirmó: “No hubo pecado en él, ni engaño en su boca” (1 Pedro 2, 22).

            Impecable significa santo. Jesús era santo. Tal convenía que fuese nuestro Sumo Sacerdote: “Santo, inmaculado, apartado de los pecados” (Hebr. 7, 26). En todo semejante a nosotros, menos en el pecado.  En el concilio de Éfeso del siglo IV se afirma que Jesús nunca cometió pecado. Y en el segundo concilio de Constantinopla se condena a quien diga que Jesús tuvo pasiones desordenadas carnales. Esta herejía y esta profanación se ha vuelto a repetir en la famosa película “La última tentación de Cristo”.  Esta postura es inaceptable porque en Jesús hay equilibrio entre el mundo pasional y el racional. El desequilibrio se da en nosotros, por culpa del pecado original. Pero en Jesús no hubo pecado original. Nació sin pecado, así lo dijo el ángel a María. Jesús no tenía tendencia interior al mal, como nosotros. Y las tentaciones del desierto o la de Getsemaní son tentaciones extrínsecas, es decir, vienen de fuerzas exteriores, provocadas por el Maligno. Y Jesús las rechaza al punto, porque en su alma no había complicidad radical alguna con el mal. El “Apártate, Satanás” tantas veces pronunciado por Jesús, es el reflejo de la ausencia de complicidad pecaminosa en su interior.

            El historiador Ranke escribió esto de Jesús: “Nada más inocente, más sublime y más santa ha existido en la tierra que la conducta de Cristo, su vida y su muerte. En cada una de sus sentencias sopla el puro aliento de Dios. Son palabras de vida eterna. El género humano no tiene recuerdo alguno que pueda ni de lejos compararse con éste”. Así Jesús llega a ser el ideal ético de todos los tiempos y de todas las civilizaciones.

            ¿Qué decir de esas reacciones fuertes de Jesús? ¿No son accesos de ira y cólera con los vendedores del templo y con la clase dirigente de entonces?

            Santidad y perfección moral no significa tener temperamento flemático, débil, apático, apagado. No. Jesús es un hombre con energía moral, de temperamento fuerte y apasionado. Y cuando está en juego la gloria del Padre y la honestidad y honradez no duda en airarse. No tolera la mentira, la falsedad, la doblez. Se indigna contra quienes quieren falsear la religión y se creen justos. Podemos imaginarlo con los ojos llameantes, los labios trémulos y las mejillas abrasadas, porque “el celo de la casa de su Padre le consume”.  Jesús no se queda en medias tintas. Su ira no va contra las personas, sino contra la actitud hipócrita y doble de esa gente dirigente.

            Por tanto, su semblanza moral estaba enriquecida con estas joyas: mansedumbre y comprensión, exigencia y fuerza. No se excluyen. Es más, se complementan.

4.         Semblanza intelectual de Jesús

            De Él se dijo: “Nadie habló como Él” . Detrás de esta frase se esconde todo el mundo intelectual de Jesús.

            ¿Cómo era la inteligencia de aquel que a los doce años dejó boquiabiertos a los doctores de la ley? ¿Cómo era la inteligencia de aquel que cuando hablaban todos estaban pendientes de las palabras de gracia que salían de su boca?  ¿Cómo era la inteligencia de quien pronunció el hermoso discurso o sermón de la montaña, jamás superado por nadie?

            La gente de su tiempo estaba asombrado ante Jesús, hasta el punto de decir: “¿De dónde le vienen a éste tales cosas y qué sabiduría era esa que le había sido dada?”. Otros decían: “¿Cómo es que sabe letras sin haberlas aprendido?”.

            ¿Cómo era la inteligencia de aquel que nos describió lo más profundo y misterioso, el Reino de los cielos, con imágenes tan sencillas y asequibles como la buena semilla, el grano de mostaza, un poco de levadura, la perla preciosa, la red que se echa al mar?

            La teología nos dice que Jesús tuvo tres tipos de ciencia:

            Ciencia beatífica intuitiva: por ser Dios, Él veía a Dios cara a cara. Veía todo el pasado, el presente y el futuro. Veía su vida, sus sufrimientos, sus trabajos, su apostolado, su muerte en la cruz, su triunfo en la resurrección. Veía las etapas de la Iglesia con todas las pruebas y vicisitudes. Veía a sus hermanos los hombres, sus avances y tropiezos, sus miserias y grandezas. Y todo esto le causaba un doble sentimiento:  por una parte, alegría, por el bien que veía en muchos; y, por otra parte, pena, por el mal que muchos perpetraban a sus semejantes con guerras, crímenes e injusticias.

            Ciencia infusa: es la ciencia que Dios da a los ángeles y a gente privilegiada, que sin haber estudiado, saben las cosas porque Dios se las infunde en su inteligencia y en su espíritu.

            Ciencia adquirida o experimental: es la ciencia que vamos aprendiendo con el paso de los días, gradualment. Así se entiende la frase del evangelio: “El niño crecía en edad, sabiduría y en gracia delante de Dios y de los hombres”.  Jesús era verdadero hombre, por tanto, su conocimiento fue progresivo, como el conocimiento de todo hombre.

            Jesús, pues, tenía una inteligencia brillante, intuitiva, clara, concreta, basada en la realidad, donde extraía los datos para su predicación. Era muy observador. Se fijaba en todo: en los lirios, en los pajarillos, en los campos, en las actitudes de los hombres. Sus ojos eran como una cámara de fotos.

5.         Semblanza psicológico-temperamental de Jesús

            Hay psicologías sanas, equilibradas, serenas, entusiastas, optimistas. Y hay psicologías enfermas, hipocondríacas, esquizofrénicas, megalómanas, amorfas, raras, depresivas, pesimistas, asustadizas y desequilibradas.

            Hay temperamentos para todos los gustos: colérico, nervioso, apático, sentimental, apasionado, sanguineo, superficial, profundo.

            ¿Cómo era Jesús? Es un hecho: Jesús ha sido, es, y será un personaje excepcional desde todos los puntos de vista. Ha partido la historia en dos: antes de Cristo, después de Cristo.

            A veces su modo de obrar es extraño, hasta el punto que sus mismos parientes creen que “ha perdido el juicio” (Mc 3, 21) y lo quieren llevar a su casa porque creen que compromete el honor familiar.

            Los enemigos le acusan de estar poseído de un espíritu maligno, porque su obrar y doctrina rompen con los moldes recibidos del ambiente judaico (Mat 12, 24).

            Otras veces su conducta parece un poco extraña: hace barro en el suelo con la saliva y unta los ojos de un ciego; o mete los dedos en los oídos de un sordo; o escribe con el dedo en el suelo o arroja airado a los mercaderes del templo. ¿No sufrirá una crisis nerviosa, no tendrá algún desajuste emocional o psicológico? ¿Quién es éste que quebranta el sábado, que come y bebe con pecadores? ¿Ha perdido los estribos?

            Un maestro un tanto singular: un maestro que no tenía lugar físico donde preparar sus clases; no tenía escuela, no llevaba libros debajo del brazo. Ni casa donde dormir.

            ¿Qué características podemos entresacar del temperamento de Jesús, a la luz del Evangelio?

            Espíritu equilibrado: a pesar de que su vida se desarrolló en un ambiente de lucha y fricción, dado que su mensaje era innovador y chocaba constantemente contra las clases dirigentes de entonces, que le consideraban intruso, Jesús les desenmascara terriblemente, con espíritu decidido, costase lo que costase.

            Y lo hace con espontaneidad, equilibrio, naturalidad, sinceridad...pero también con tono y palabras punzantes, con argumentos contundentes y serenos, hasta el punto que nadie se atreve a echarle mano (Jn 7, 45).

            Cuando quisieron sus paisanos despeñarle, con toda naturalidad pasa en medio de ellos, sin nerviosismo ni excitación. En su vida no hay bruscas alternativas, ni depresiones nerviosas ni rectificaciones de conducta o de doctrina. Este equilibrio y serenidad es reflejo de una armonía y equilibrio de su alma segura y centrada en torno a una misión superior.

Dice un autor de él: “Hombre verdaderamente completo, hombre de un tiempo y de una raza apasionada de la que no rechazó sino las estrecheces de miras y errores. Tiene sus entusiasmos y sus santas cóleras. Conoce las horas en las que la fuerza viril se hincha como un río y parece desbordarse. Pero siempre permanece lúcido: nada de exageración, de pequeñez, de vanidad, ningún infantilismo, ningún rasgo de amargor egoísta e interesado. Agitadas, temblorosas, las aguas permanecen límpidas” (Grandmaison).

            En sus desahogos de cólera, su centro es el celo de su Padre, que es el centro de su alma. Es una reacción en defensa de los intereses superiores del Reino de Dios. No busca sus intereses personales.

            Espíritu lúcido y voluntad decidida: lucidez, pues sabía a qué había venido, conocía bien el plan que su Padre le había trazado. Lúcido en su hablar y predicar. No desvariaba, no perdía la memoria. Su hablar era coherente, reflexivo y brillante. Y al mismo tiempo, tenía una voluntad decidida. Nada de blandenguería, ni voluntad enfermiza o débil. Voluntad decidida, demostrada en términos tajantes: “Si tu ojo...si tu mano...córtatelos”.... “Dejad a los muertos enterrar a los muertos”....”Dejen todo y síganme”. Fue esta voluntad decidida, la que hizo que algunas veces los apóstoles no se atrevieran a preguntarle...estaban como sobrecogidos y con temor, a veces. ¡Qué decisión la de Jesús: “Que nunca salga fruto de ti”!

            Fiel a su misión:  por eso rechazó las propuestas de Satanás en el desierto. Por eso rechazó la propuesta de la gente para hacerle rey temporal. Por eso rechazó la propuesta de Pedro de quitarle la cruz y el sacrificio. Por eso, al final de su vida pudo decir: “Todo está cumplido”.

            Espíritu sincero y auténtico: en Cristo no cabían las mañas, la manipulación de la gente, el engaño, las palabras de doble sentido, la trampa.

            Por eso, luchó a muerte contra el espíritu doble e hipócrita de los fariseos, a quienes trató duramente. No aguantaba la mentira. Por eso dijo: “Vuestra palabra sea sí o no...no se puede servir a dos señores...la lámpara de tu cuerpo es tu ojo”. Jesús no tenía máscaras. Era transparente: por eso lloraba, sentía tedio y temblor, se compadecía, se enojaba...No era un estoico. Nada tenía postizo. Por eso, desenmascara las trampas de los fariseos: “Mostradme el denario...dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.

            Espíritu realista, no idealista:  Jamás se oyó decir de Cristo que tuvo éxtasis, es decir, momentos en que perdía el control de los sentidos, por estar en contacto con el mundo sobrenatural.

            Nunca se desconectó del mundo sensible. Nunca estuvo fuera de sí, como estuvo san Pablo o santa Teresa o san Juan de la Cruz, a quienes Dios les concedió estas gracias especiales.

            Jesús era realista. Vivía a la intemperie. Nunca estuvo enfermo. Esto nos demuestra que tuvo un equilibrio orgánico y psíquico a prueba de todo. Quien anda en éxtasis se siente descoyuntado, molido, con dolores musculares y orgánicos.

            Jesús vivía en la realidad. Y esa realidad era dura. Tanto que le creaba tensión con su misión: “Tengo que recibir un bautismo de sangre...las raposas tienen madriguera...vamos a Jerusalén”. Jesús no fue un idealista ni un soñador. Pisa en tierra firme: “Dadles de comer...estoy conmovido”. No es un sonámbulo. No tiene espasmos nerviosos. No tenía sugestiones ni fanatismos.

            Jesús nada tiene de rarezas. Por eso, come, bebe, echa en cara, discute, reza, motiva, llama la atención, se enoja.

            Sus mismas parábolas demuestran este espíritu realista: pescadores escogiendo los peces buenos; los agricultores sembrando la buena semilla; los obreros esperando en la plaza el contrato del día; la reacción de los que trabajaron más contra los más favorecidos; la preocupación de la mujer que perdió una dracma en la casa; la súplica de la mujer ante el juez inicuo; los amigos importunos que van de noche a pedir pan al amigo; el rico que no se preocupa del pobre; los fariseos que en las plazas hacen todo para ser vistos; la madre que va a dar a luz; los lirios del campo; los que entran al banquete sin llevar vestido de etiqueta... ¡Qué ojo tan realista y observador! Nada se le escapa. Con sus parábolas podríamos reconstruir el medio ambiente social de su época.

            Espíritu sencillo: la sencillez es la no complicación ante Dios, los hombres y uno mismo. Es sinónimo de naturalidad, autenticidad, transparencia. Por eso, en Jesús encontramos una fluidez en la relación con su Padre. Y en el trato con los hombres no tenía gestos teatrales, ni tonos altisonantes ni espectacularidades para halagar a las masas.

            No clamaba en las plazas. Su vocabulario era sencillo, natural, simple, imaginativo y plástico. Nos se iba a la abstracción; nos e andaba por las ramas. No se daba a logicismos rabínicos eruditos. Natural, sin afectación; natural, sin rarezas; natural, sin formalismos. Por eso, pedía que los ayunos no se hiciesen en público, sino en privado. Por eso, iba a los convites con gente sencilla e incluso poco recomendable. No se complicaba. No se hacía líos. No cavilaba. No buscaba dobles intenciones a las cosas. Por eso, desenmascaraba a los fariseos, porque eran complicados de mente, retorcidos, maliciosos, malpensados. Todo en Jesús es transparente, auténtico, sincero: “El ojo debe ser el espejo del corazón”. Sencillez. Sencilla fue la llamada de cada apóstol. Nada de truenos, ni de gritos, ni de espasmos. Nada de sueños ni de visiones: “Ven y sígueme”. Sencillez. Por eso, todo lo decía de frente sin complicarse. Sencillez. Por eso, simplificó los 503 preceptos judaicos en uno solo: Amaos.

            Espíritu original e independiente: A todos considera hermanos, no hay extraños ni extranjeros. Todos somos hijos del mismo Padre Celestial. En tiempo de Jesús imperaba un nacionalismo cerrado y de revancha contra el extranjero. Jesús habla de universalidad, de fraternidad, de unir Oriente y Occidente, donde se sentarán todos en el mismo banquete.

            Original, también, al dar primacía y prioridad al valor ético, interior, espiritual y no a la letra, que a veces mata, si no está permeada de espíritu. “Habéis oído que se dijo, pero Yo os digo...”. ¡Qué postura tan valiente, gallarda, independiente! “Nadie habló como Éste”.

            Por este espíritu de independencia corrige la interpretación dada a las leyes antiguas, simplifica todo, perfila, matiza. Todo sonaba nuevo, original: “Dar la otra mejilla, devolver bien por mal, amar al enemigo, no permitirse ni siquiera desea a la mujer del prójimo, perdonar, sólo los enfermos necesitan del médico, buscar lo perdido, lo que sale del corazón eso es lo que mancha...”.

            Por este espíritu original, no promete un mesianismo terreno, político, social, sino espiritual, donde los pobres, los afligidos, los humildes, los pacíficos, los perseguidos son quienes tendrán su recompensa. Por eso su doctrina, por ser nueva, pedía odres nuevos, corazones nuevos, mentes nuevas. Si no, se echaría a perder el vino de su mensaje.

            Original y atrevido. Se considera superior a la ley, al templo, al sábado, y con toda independencia y libertad, cambia las antiguas costumbres que eran intocables: “Habla con una mujer samaritana, come con pecadores, cura a extranjeros, se encara con esos maestros de la ley, quebranta el sábado para hacer el bien a los necesitados...”.

            Espíritu de mansedumbre, exento de blandos sentimentalismos: No ha habido temperamento más comprensivo y condescendiente con el prójimo que Jesús. Su espíritu de mansedumbre culmina en su silencio, en su porte digno al ser abofeteado. No es un silencio lleno de miedo e impotencia; sino un silencio lleno de dominio y contención de las pasiones irascibles. Jesús es una mezcla de majestad y dulzura. Sabe condescender sin rebajarse; entregarse sin perder su ascendiente; darse sin abandonarse.

            Su dulzura y mansedumbre no significaba transigencia y aprobación de situaciones injustas o de actitudes erradas. Por eso, desenmascara la falsedad, la hipocresía, con frases duras y cortantes, de las clases dirigentes judaicas. No se alza contra la autoridad; al contrario, dice a los suyos que sigan sus instrucciones, pero no su conducta. Vigoroso y suave, suro y condescendiente. En el equilibrio de ambas tendencias está el carácter perfecto.

            Espíritu comprensivo y humano, sin concesiones a la demagogia: Jesús era intransigente con el pecado e indulgente con el pecador. Ahí tenemos a Jesús frente a la mujer adúltera (Juan 8, 1s) y frente a esos judíos que trajeron a esa mujer pública. Fue indulgente con ella, porque estaba arrepentida, pero fue intransigente con el pecado de la mujer: “Vete y no peques más”. Y fue intransigente con esos judíos: “El que de vosotros esté sin pecado, arroje la primera piedra”.

            Ahí tenemos a Jesús frente a esa mujer samaritana (cf. Juan 4). Jesús le puso ante su cara el pecado: “Cinco maridos has tenido, y el que ahora tienes no es tu marido”. Pero la fue llevando al arrepentimiento. Jesús no tiraba las piedras contra los pecadores, como hacían los fariseos. Era comprensivo con la debilidad humana. Pero era intransigente con la mentira, la hipocresía, la falsedad, la ambición, la comodidad. Por eso no dudó de hablar duro a Pedro: “Apártate de mí Satanás” cuando Pedro quiso quitar del plan de Jesús la cruz, lo difícil (Mateo 16, 21-23). Aún resuenan las terribles palabras contra la actitud de esos jefes religiosos: “Fariseos, sepulcros blanqueados, raza de víboras”. Daban la impresión de una virtud interior que no tenían.

            Comprensivo con el pecador humilde. Por eso perdonó al buen ladrón (cf. Lucas, 23, 39-43), a Zaqueo (cf. Lucas 19, 1-10). Pero esta comprensión con la debilidad humana, estaba muy por encima de la demagogia o condescendencia con las pasiones bajas de las turbas. Por eso, no lanza un programa o un mensaje facilitón, cómodo, de satisfacciones sociales en el orden terrenal; no promete bienes terrenales, sino persecuciones, dificultades. Por eso, a los que le siguen les pide renuncias terribles, negarse a sí mismo, tomar la cruz...amarla a Él más que a sus seres queridos.

            Nada de concesiones a la sensualidad y a la animalidad del hombre. Primero están los valores del espíritu, que piden ascesis, trabajo, renuncia. Jesús no halaga, exige. Jesú no cede, exige. No contemporaliza, exige. Nada de demagogias facilitonas, como hacían otros mesías. Su mensaje era crudo: cruz, sacrificio, renuncia. Y sin embargo, era el Pastor que busca esa oveja perdida y cuando la halla, se alegra, la pone sobre los hombros, hace fiesta. Era ese Médico que curaba las heridas profundas del corazón de quien se acercaba humilde y arrepentido. Eera ese Padre que se compadecía de esas turbas hambrientas de su Palabra, y les alimentaba sin prisas, aunque no tuviera Él tiempo para comer. Jesús, pues, era intransigente con el pecado, pero comprensivo con el pecador. Para ello se necesita tener un corazón noble, grande para amar y fuerte para luchar.

            Espíritu austero: austero, no al estilo de Juan Bautista, que huye del mundo y de sus nobles alegrías. Jesús no es un anacoreta que vive aislado en el desierto, sin más compañía que la de los chacales. El anacoreta se desconecta de la vida social, de sus problemas y angustias. La misión de Jesús debía desarrollarse en el bullicio de las ciudades, conviviendo con sus conciudadanos y participando de sus preocupaciones. Los monjes anacoretas tenían este lema: “Huye, reza, llora”. Jesús, no. Jesús quiere santificar la vida social en su propio ambiente, en contacto con las diversas clases sociales de su tiempo.

            ¿Dónde está, pues, su austeridad, si tenía que vivir en medio del mundo?

            En su vida personal había abrazado la más estricta pobreza. No tenía dónde reposar la cabeza. Tenía otro alimento distinto. Austeridad, como ese tener lo esencial, vivir con lo esencial; en comida, vivienda y vestido. Austeridad, como libertad interior. Cuanto menos se tiene, más libre se siente Jesús.

            Su mensaje, por otra parte, exige austeridad, renuncia: “No acumuléis tesoros en la tierra, donde la polilla corroe”... “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero...?”... “Una cosa es necesaria”. Pide, pues, austeridad, para desembarazar el espíritu a fin de que vuele con mayor libertad hacia la santidad. Pide perder la vida material, para salvar el alma espiritual. Como el cirujano que amputa un miembro, para el bien del todo. Pide vender todo lo material para comprar la perla preciosa de su amistad, de su gracia, de su Reino.

            Nada tiene valor para Jesús, sino en función de su dimensión religiosa y espiritual. Por eso lo material debe ocupar un lugar secundario en la vida del cristiano. Si no hay renuncia en la vida, no hay clima propicio para el desarrollo de los valores espirituales. Su mensaje, por tanto, supone un programa de renuncia. No nos hagamos ilusiones: para entrar en el Reino de los cielos hay que desprendernos. La austeridad nos ayuda a elevar la mirada a las cosas de arriba, y a desprendernos de las cosas, afectivamente, primero, y efectivamente, después.

            Espíritu razonablemente afectivo: la actitud de austeridad y desprendimiento ante la vida en Jesús no está reñida con un temperamento afectivo, cálido, cordial.

            Austeridad no significa adustez, insensibilidad, frialdad en el trato con los demás. La austeridad regula esa tendencia de todo hombre a tener más de lo necesario. La afectividad es una cualidad que todo hombre tiene que desarrollar en el marco de un equilibrio, y que le hacer ser más hombre.

            ¿Cómo demostró Cristo su afectividad?

            En los Evangelios se nos habla de su predilección por los niños, símbolo del candor y humildad, necesarios para entrar en el Reino. Con sus apóstoles fue afectuoso y el Evangelio no esconde que Jesús tuvo predilección con algunos: Pedro, Santiago y Juan. A pesar de la rudeza de aquellos pescadores, Jesús tuvo detalles de delicadeza y afectividad: cuando les vio cansados, los llevó a la otra orilla a pasar un fin de semana. En la Última Cena los llama: “hijitos míos” y les deja el testamento del amor, como sello de su pertenencia. Les lava los pies.

            Cuando les manda al apostolado se preocupa de que no les falte nada. Fue compañero de fatigas y sinsabores, de alegrías y sobresaltos de esos doce íntimos. Con ellos desarrolló una afectividad sana, equilibrada y orientada al bien. La afectividad unida a la amistad crea lazos irrompibles, estrechos y duraderos.

            Antes de partir al Padre, Jesús les conforta, les anima y les promete un Consolador, el Espíritu Santo. Les promete su asistencia hasta el final de los tiempos. Hoy diríamos: “Jesús tenía corazón”. Esto es la afectividad. La misma Eucaristía fue regalo de esta afectividad inigualable que desembocó en amor íntimo y oblativo.

            Las lágrimas que Jesús derramó en varias ocasiones demuestran que Jesús no era una persona adusta o insensible, sino, al contrario, con una capacidad de afectividad fina. Le dolía que no le aceptaran como Mesías. Le dolía la suerte de su pueblo. Le dolía la injusticia, la explotación, el sufrimiento de su gente. Le dolía la ingratitud. Le dolía la terquedad de algunos.

CONCLUSIÓN

            Hemos visto todo un mosaico de virtudes en Jesús. Virtudes en plena armonía, que forman la rica personalidad de Cristo, su mundo psicológico y afectivo. Estas virtudes las vivió Jesús de un modo sereno, límpido, natural, sin tensiones. Cristo representa el equilibrio, el ideal más puro de la Humanidad. A Él tenemos que mirar todos, por ser el Camino, la Verdad y el Modelo.  

A modo de conclusión, hagamos un breve resumen de cuanto se ha dicho: ¿Cómo era Jesús?

            Ante su Padre: obediente, agradecido, atento, solícito, amoroso, delicado, respetuoso.

            Ante los hombres: Demuestra un gran interés por el hombre, por cada hombre. Le ama con compasión, le habla con sencillez, le corrige con bondad y con exigencia amorosa para que se convierta; le urge la conversión del hombre. Quiere hacerle salir de su reducido mundo, abrirle horizontes, darle alas para que comprenda lo que es, lo que puede ser. Desea hacerle superar lo inmediato para que vea lo profundo de su vida y de su actuación. Usa términos absolutos: nadie, todos, perderse, salvarse; no se queda en las ramas, va a las raíces (Mc 8, 35; Mc 9, 43-44). Utiliza las narraciones o parábolas para iluminar las actitudes que el hombre debe tener en su vida, para enseñarle cómo debe actuar para ser mejor: el sembrador y su cosecha (Mt 13), obrero y trabajo (Mt 20, 1-16), servidor y señor (Lc 12, 45-47), ladrón (Lc 12, 39), padre e hijo (Lc 15, 11-32), administrador y el rico (Lc 16, 1-8); rico y pobre (Lc 16, 19-31), negociantes y casas de préstamo (Lc 19, 12-23), invitados a la boda (Lc 14, 8-12), gobernantes y súbditos (Mt 20, 25). También usaba paradojas y enigmas para hacerle pensar al hombre, animarle a buscar. Emplea el género apocalíptico para recordar la inseguridad del hombre, el juicio al está sometido, la soberanía de Dios, su paciente espera, su justicia, la maldad del pecado, la necesidad de estar vigilante (Mt 24, 36; 24, 27-28; Mt 25). ¿Desde dónde enseña al hombre? Cualquier parte es púlpito: plazas, caminos, a orillas del lago, sinagoga, banquetes, templo, etc. ¿Cómo enseña? Con autoridad, con decisión, con paciencia y bondad.

            Ante las cosas: amor y respeto por la naturaleza. Se ha fijado en todo: pájaros (Lc 9, 58; 12,6), los cuervos (Lc 12, 24), los lirios (Lc 12, 27), la hierba del campo (Lc 12, 28; Mt 6, 30), las vides y los sarmientos (Jn 15), las uvas y los espinos, los higos y los cardos (Mt 7, 16), los juncos y hierbas agitados por el viento (Lc 7, 24), las nubes en el cielo (Lc 12, 54), el viento (Jn 3, 80), la gallina (Lc 13, 34). Y todas las cosas las relaciona con el Padre, con el mundo espiritual. Todo es huella de Dios. Tiene en cuenta los hechos sociales, civiles y religiosos, cotidianos. Utiliza símbolos que transportan a una realidad profunda: sal, luz, candil, perfume, polilla, carcoma, viga, perla, roca, río, viento, casa, red, tesoro, grano de mostaza, grano de trigo, cizaña, etc. Todo le servía a predicar su mensaje divino. Jesús se da cuenta de las relaciones humanas, comerciales, política y religiosas, que se dan en la sociedad en que vive.









CAPÍTULO CUARTO
Los principales nombres de Jesús

            Leyendo los Santos Evangelios nos sorprende la variedad de nombres que se le dan a Cristo, ya sea por parte de los evangelistas o porque el mismo Cristo se los aplica a sí mismo: Camino, Verdad, Vida, Pastor, Rey, Luz, Pan, Maestro, Compañero de camino, Resurrección, Vida, Salvador, Mesías, Cordero de Dios, etc.. Esto nos demuestra la riqueza inmensa que encierra el corazón de Cristo. Acerquémonos, pues, al Evangelio para descubrir la hondura y profundidad de su Amor.

            A lo largo de los Evangelios podemos descubrir diversos títulos de Jesús. Todos nos demuestran que ha sido el hombre más grande de la historia. Muchos hombres han sido admirados, pero no siempre amados. Jesucristo es el único hombre que ha sido amado más allá de su tumba. A los dos mil años de su muerte, legiones de hombres y mujeres, dejando su familia paterna y su familia futura, sus riquezas y su Patria, despojándose de todo, han vivido sólo para Él. Jesucristo ha sido amado con heroísmo. Millares y millares de mártires dieron por Él su sangre. Millares y millares de santos centraron en Él su vida. Jesús ha sido también el hombre más combatido de la humanidad. ¿Qué tendrá este hombre que murió hace dos mil años y hoy molesta a tantos vivos? ¿Qué tendrá este hombre que sigue enterrando a sus mismos enemigos y Él sigue vivo? ¿Quién es Jesús?

            Fray Luis de León ha escrito lo siguiente: “Vienen a ser casi innumerables los nombres que la Escritura divina da a Cristo, porque le llama León y Cordero, y Puerta y Camino, y Pastor y Sacerdote, y Sacrificio y Esposo, y Vid y Pimpollo, y Rey de Dios y Cara suya, y Piedra y Lucero, y Oriente y Padre, y Príncipe de Paz y Salud, y Vida y Verdad, y así otros nombres sin cuento”[1].

            ¿Quién es, pues, Cristo?

            Aún resuena en nuestros oídos la pregunta que el mismo Cristo formuló hace dos mil años: “¿Quién decís que soy Yo?” (Mateo 16, 16-17).

            A esta pregunta respondió su mismo Padre celestial, respondió la gente que le vio y le escuchó y respondió el mismo Jesús.

1.         ¿Qué dijo de Jesús su Padre celestial?

            “Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto” (Mc 1,10): se lo dijo el día del bautismo en el Jordán, antes de comenzar la predicación del Reino de Dios. ¿Qué habrá experimentado el corazón de Jesús al escuchar de su mismo Padre celestial estas hermosas palabras, llenas de cariño y de amor? ¡Qué ánimo y aliento no habrá sentido Jesús al oírlas! Sentirse el Hijo amado, el predilecto era un motivo de tanta alegría y gozo interior para Jesús. Jesús es el predilecto porque hace siempre y con amor la Voluntad de su Padre.




[1]              En su obra, “Los nombres de Cristo”, I.


“Este es mi Hijo amado, mi predilecto, escuchadlo” (Mt 17, 5); lo dijo el día de la transfiguración en el monte, antes de su pasión y muerte. Aquí añade un desafío para todos nosotros: escuchar a su Hijo. Escucharlo porque Él es la Palabra del Padre, el que trae el mensaje de parte del Padre. Escuchar implica apertura interior, cerrar los oídos a los demás ruidos. Escuchar para que esa Palabra se meta en lo profundo de nuestro corazón, nos alimente, nos interpele, nos convierta, nos arda, nos queme y llegue a ser un volcán que salga después en erupción y alcance su lava a todos los que están a nuestro lado.

            Este Hijo es distinto a los hijos de los hombres. Corría el siglo III cuando el obispo de Antioquía de Pisidia, san Acacio, fue llevado a la presencia del cónsul Marciano. Le preguntó éste:

            -           Así, pues, según dices, ¿tiene Dios un hijo?
            -           Sí que lo tiene.
            -           Y, ¿quién es ese hijo de Dios?
            -           El Verbo de verdad y gracia...
            -           Pues dime su nombre.
            -           Su nombre es Jesucristo.
            -           Y, ¿qué diosa lo concibió?
            -           Dios no engendró a su Hijo uniéndose al modo humano con una mujer...,                         sino que el Hijo de Dios y el Verbo de la verdad salió del corazón de              Dios.

2.         ¿Qué dijeron los demás de Jesucristo?

            Jesús

            San Mateo nos dice así, de parte del ángel: “Le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,21). Son palabras del ángel a José. Este nombre expresa la misión del Hijo de Dios al encarnarse. Revela el motivo de la encarnación. Jesús en lengua hebrea se dice Yehoshuah y quiere decir Yahvéh salva, Dios salva; quiere decir, pues, Salud-dador.

            Este el nombre que resume todos los demás que enunció Fray Luis de León. Es el nombre más suave. Así lo dirá san Bernardo: “Nada más suave de cantar, nada más grato de oír, nada tan dulce de pensar, como Jesús, Hijo de Dios”.

            ¡Jesús! No existe bajo el cielo otro nombre, dado a los hombres, en el cual hayamos de salvarnos (Act 4,12).

            Manuel de Iribarne cuenta la muerte trágica de Francisco Pizarro diciendo: “Pizarro quedó solo en medio de sus enemigos, que arremetieron contra él sin compasión. Atacado por todas partes, el viejo soldado se mantuvo en pie defendiéndose durante algún tiempo, hasta que su nervudo brazo se rindió a la fatiga, incapaz de sostener la espada. Martín Bilbao le asestó entonces una furiosa cuchillada en el cuello, que dio con él de bruces sobre las losas. Un surtidor de sangre caliente brotó de su garganta. Al caer, el conquistador del Perú pidió confesión a voces. Dícese que antes de lanzar su postres aliento, como español y como cristiano, trazó una cruz con su propia sangre en el suelo -única firma que usó en vida- y luego la besó devotamente. Un tenue y suspirado ¡Jesús! Se escapó de sus labios” [1].

            Un nombre, pues, que trae consuelo y confianza incluso en el mismo trance de la muerte trágica.


Jesús, Cordero de Dios

            Así lo nombró Juan Bautista a orillas del Jordán (cf Jn 1, 29). ¿Qué quiso significar Juan? Tal vez estaba indicándolo como el verdadero Cordero Pascual (cf Ex 12,6), o tenía en mente el cordero del sacrificio cotidiano en el templo (cf Ex 29,38); o tal vez al Siervo de Yahvéh, de Isaías, llevado al matadero como corderito mudo (cf Is 53, 6,7); podía también querer resaltar su cualidad de inocencia o su disposición al sufrimiento.

            Es Cordero que quita el pecado del mundo, no sólo que lo lleva. Y san Juan dice que quita y no que quitará, para indicar y significar la virtud natural de Cristo de quitar los pecados.

            Jesús, Profeta

            “Este es el profeta Jesús, de Nazaret en Galilea” (Mt 21, 9-11). Jesús fue el Profeta esperado. ¿Qué es una profecía? Es un conocimiento impreso en la mente del profeta mediante una revelación divina; es una señal de la divina presciencia.

            ¿Qué clase de profeta: taumaturgo (que obra milagros), reformador, mesiánico?

            Jesús no rechaza el intento popular de colocar su obra y su personalidad dentro del marco de profetismo, pero la supera porque no sólo anuncia la venida del Reino, sino que la realiza en Él mismo. Es profeta, también,  porque es rechazado y perseguido; así supera la imagen del profeta mesiánico nacionalista, apocalíptico y espectacular.

            Como Profeta Jesús tuvo conocimiento del corazón del hombre. Conocía lo que había en el corazón de Natanael (cf Jn 1, 43). Conocía los pecados de la samaritana (cf Jn 4, 17-18). Conocía las murmuraciones internas de los escribas cuando sana al paralítico (cf Lc 9, 46). Conocía los juicios del fariseo cuando la pecadora lava sus pies con lágrimas (cf Lc 7, 36-50). Conocía la traición de Judas (cf Jn 13, 27). ¡Él conocía lo que hay en el corazón del hombre!

            Pero Jesús fue más que un Profeta. Y con sus profecías demostró que era enviado de Dios y además demostró que era Dios.Todo cuanto Él decía lo sabía como Dios y también como Hombre. 



[1]              Manuel de Iribarne, Los grandes hombres ante la muerte, Ed. Montaner y Simón, Barcelona 1935, p. 127




Jesús, Mesías

            Elegido y ungido por Dios y enviado con una misión. Jesús no sólo no usa el término de Mesías, sino que positivamente tiene una actitud de ocultamiento y reserva en este sentido. Impone silencio a los demonios para que no lo descubran como Mesías (Cf Mc 1, 33; 3, 12; Lc 4, 41).

            Pero ocurre también que a Jesús le preguntan si es Él el Mesías y responde diciendo: “Sí, pero...; sí, pero no del modo como vosotros pensáis”.. Su mesianismo va a escandalizar, va a defraudar a muchos, va a ser signo de contradicción, una piedra de escándalo para los judíos.

            Cristo había sido reacio a confesar públicamente su identidad mesiánica. Tenía el peligro de que le entendieran en sentido político-nacional, cuando su misión era otra muy distinta. Y cuando lo confesó públicamente en la Pasión, ante el sumo sacerdote, fue tratado de blasfemo.

            Jesús, Hijo de David

            Jesús no se lo aplica nunca espontáneamente, aunque tampoco lo niega cuando se lo atribuyen (Mt 21, 9-15). La muchedumbre lo considera como hijo de David (Mt 12, 23-27; Mc 10, 47-48; Lc 18, 38-39);  pero Jesús no reivindica dicho título, como si tuviese miedo a la exaltación política que ello traería consigo. Era en tiempos de Jesús uno de los títulos de más acusado trasfondo político.
           
            Jesús, el Hijo del hombre

            Tiene estos sentidos:

            Primero: Hijo del hombre en clara referencia al texto de Daniel (7, 9-14). Con ellos viene a indicar que su mesianismo es divino. En efecto, el hijo del hombre es preexistente, proviene del cielo y aparece junto al anciano sobre la nube, lugar de las manifestaciones de Dios.

            Segundo: Jesús, al usar el título de hijo del hombre, lo hace en conexión con la función del siervo de Yavé, en cuanto que su mesianismo de origen divino y trascendente se realiza con la misión de redimir a la humanidad (Mateo 20, 28), perdonar los pecados, juzgar, consolar a los pecadores. Jesucristo emplea este título ochenta y dos veces.

            Tercero: Hijo del hombre por ser verdadero hombre. Es el hijo de hombre más extraordinario de todos. Hijo de hombre porque sufrirá todo tipo de humillaciones, porque no tendrá donde reclinar la cabeza. Une la función del Hijo del Hombre con la del siervo de Yavé humillado, servidor y sufrido.

            Jesús, Maestro

            Es curioso ver que de un total de cincuenta y ocho veces en que aparece la palabra “maestro” en el Nuevo Testamento, cuarenta y ocho se encuentran en los evangelios, y cuarenta y uno referido a Jesús. En muchas ocasiones se dice en el evangelio que Jesús “enseña” a los discípulos y a la gente. La actividad pública de Jesús se caracteriza por su enseñanza, por lo que parece justificado hablar respecta a Él designándolo como “Maestro”.

            Jesús enseña en los lugares públicos de carácter religioso, dirigiéndose a la gente que allí se reúne: en la sinagoga los días de sábado y en el área del templo[1]. Ocasionalmente los evangelios mencionan la actividad de enseñanza al aire libre[2], a la orilla del mar[3] o en las plazas de la aldea[4].

            La instrucción de Jesús se dirige a la gente sin distinción alguna o a los discípulos por separado[5]. La forma de enseñanza de Jesús corresponde a la de la tradición bíblica, sapiencial y de las escuelas judías: sentencias proverbiales, semejanzas, parábolas, etc.

            Este título de Jesús Maestro será objeto de todo un capítulo más adelante[6].

            Jesús, Señor

            Superior a todos, de condición divina. El título “Señor”  se refiere más directamente a las relaciones de Cristo con nosotros. La función magisterial de Jesús, según el primer evangelista, tiende a coincidir con la de “Señor” de los discípulos, hasta el punto de que ninguno de ellos puede arrogarse el título de “maestro”[7]. En concomitancia con esta acentuación del papel autorizado de Jesús en el evangelio de Mateo, los discípulos se dirigen a Jesús dándole el título de “Señor”, mientras que son los demás, los de fuera, los que llaman a Jesús “maestro”. También el evangelio de Lucas revela esta tendencia a reservar el uso del título “maestro” para los que son extraños al grupo de los discípulos, mientras que estos últimos llaman a Jesús “Señor”[8].

            Jesus, Hijo de Dios

            Jesús al presentar al Padre, indirectamente se está revelando a sí mismo como el Hijo en un sentido único y trascendente. No es que busque su gloria al revelarse como el Hijo; es que al revelar la gloria del Padre, inevitablemente revela la suya propia.

            Es en el evangelio de san Juan donde Jesús se presenta como el Hijo en un sentido único y trascendente. La relación única entre ambos la presenta mediante un conocimiento mutuo único (Jn 1, 18: 10, 15; 17, 25), un amor recíproco también exclusivo (Jn 5, 20; 14, 31; 17, 24.26), mediante la unidad de ambos en la acción (Jn 5, 17.19.20.30), que hace que los dos sean una misma cosa (Jn 14, 10; 17, 21-22). De este modo, quien honra al Padre honra al Hijo (Jn 5, 22-27), y quien ve al Hijo ve igualmente al Padre.



[1]              Cf. Mc 1, 21; 6, 2; 14, 49; Jn 6, 59; 7, 14; 18, 20
[2]              Cf. Mt 5, 2; Mc 6, 34
[3]              Cf. Mc 2, 13; 4, 1
[4]              Cf Lc 13, 26
[5]              Cf. Mc 2, 13; 8, 31; 9, 31
[6]              Capítulo 20
[7]              Cf. Mt 23, 8.10
[8]              Cf. Lc 8, 24



 Este es el secreto de la vida íntima de Jesús: su filiación divina. Hay en él, junto a su condición divina, una atracción continua del Padre, un deseo de estar a solas con Él; deseo que a veces sólo puede cumplir quedándose toda la noche de oración tras una jornada agotadora de actividad. Parece como si la esencia misma de la personalidad de Jesús fuese su relación con el Padre. Era algo obsesivo en Él. Incluso le llamaba “abbá”, papá, expresando así la conciencia de su filiación divina.

            Jesús nos ha introducido por adopción en la relación única filial que él mantiene con el Padre. Ser cristiano es ser hijo en el Hijo.

            Jesús, Mesías, el Hijo de Dios vivo[1]

            Jesús no se autodesigna nunca como el “mesías”. Son los otros, los discípulos o la gente quienes lo llaman mesias, christós, o con fórmulas equivalentes como “hijo de David”.

            No sólo Jesús no se presenta nunca como “mesías”, sino que se muestra reticente y en algunos casos contrario frente a semejante reconocimiento por parte de los demás. Incluso cuando Pedro le confesó como Mesías, les impuso a todos los apóstoles severamente que no hablasen de él a nadie (cf. Mc 8, 30). Se trata del famoso secreto mesiánico. ¿Por qué? Porque había tendencia de entender el término “mesias” desde el punto de vista demasiado político y social. Y Jesús quería evitar a toda costa ese significado. No es un mesías político ni social, sino un mesías espiritual, un ungido de Dios, que nos salvó del pecado a través de su pasión y muerte en la cruz. No vino a instaurar un mesianismo nacionalista judío. Incluso la fuerte acentuación religiosa de su proyecto, que incluye una nueva imagen de Dios-Padre que acoge a los pobres, a los pequeños y desamparados, a los pecadores y a los extranjeros, choca abiertamente con la visión de un mesianismo político. Además, la propuesta de una síntesis ética que se caracteriza por el amor gratuito y universal que abraza incluso a los enemigos no se presta a la realización de un programa mesiánico de tipo revolucionario y socializante.

            De hecho, Jesús con sus opciones y sus tomas de posición defraudó las esperanzas mesiánico-nacionalistas.

            Jesús, Salvador

            Jesucristo vino a salvar al hombre, no tanto a las circunstancias molestas. Por eso, aún con la venida de Cristo Salvador, perdura el mal en el mundo, sobre todo el mal físico (cf. Mt 19, 12-13; Mc 1, 14-15).Vino a salvar a todo el hombre: sea en el alma, sea el cuerpo. Y vino a salvar a todos los hombres (cf. Mt 28, 19-20). Esa salvación supuso un cambio interior del hombre. La salvación de Cristo nos hace hombres nuevos.

            ¿Cómo nos salvó? Encarnándose, muriendo por nosotros, satisfaciendo y reparando nuestro pecado.




[1]              Cf. Mt 16, 16; Mt 26, 63; Mt 22, 42; Mc 15, 32; Lc 23, 35



Nosotros recibimos la salvación reconociéndonos pecadores, abriéndonos a esa salvación en los sacramentos. Estamos llamados a ser co-salvadores con Cristo, mediante nuestro sacrificio, nuestro apostolado directo.

3.         ¿Qué dijo Jesús de Sí mismo?

            Yo soy (Jn 8,24; Jn 8,28); 8, 58; Jn 13,19): significa existencia, identidad, autenticidad, veracidad, unidad, coherencia. Detrás de esa definición se esconde esta gran verdad: Jesús es la Existencia que da la existencia y consistencia a todo lo demás. Quien se une a Jesús, quien lo sigue, quien trata de imitarlo será una persona que viva en la verdad, autenticidad, identidad consigo mismo. Y evitará la duplicidad, la doblez de vida, las fisuras, los resquebrajamientos, la esquizofrenia.

            Yo soy el Camino (Jn 14,6): camino para ir al Padre, camino para entender al Padre, camino para entender la verdad profunda del hombre, camino para la realización humana, camino para la solución a todos los problemas socioeconómicos y culturales. Quien se aparta de este Camino se perderá, tropezará, se desviará y no llegará nunca al puerto de la salvación y de la felicidad eterna. Quien sigue este Camino, que a veces es arduo y empinado, llegará, aunque llegue cansado, sin fuerzas y arrastrándose. Él es el Camino y el gozo al fin del camino, pues nos está esperando al final con los brazos abiertos.

            Yo soy la Verdad (Jn 14,6): Ha venido a traer la Verdad de Dios, la Verdad del mundo, la Verdad del hombre, la Verdad de las cosas materiales, la Verdad del sufrimiento, la Verdad de la muerte, la Verdad del más allá. Quien se aparta de esta Verdad, caerá en el error, en la mentira, en la incoherencia, en la inautenticidad. Quien sigue a esta Verdad, la ama, la vive, la defiende, podrá sentirse libre, pues “la verdad os hará libres”.

            Yo soy la Vida (Jn  11, 25 y 14,6): Ha venido a traer la vida divina, de la que Él disfrutaba al lado del Padre. Y esa vida divina nos viene a través de los sacramentos y de la oración. Quien no se acerca a Jesús experimentará tarde o temprano los síntomas de la muerte. Quien sigue a Jesús, que es Vida, no morirá jamás, sino que vivirá eternamente. Es promesa de Jesús. Y Él cumple, porque es la Verdad.

            Yo soy la Resurrección (Jn 11,25):  Así como Él resucitó, así también nosotros, si creemos en Él, si lo seguimos, si lo amamos, resucitaremos. Y resucitaremos con nuestros mismos cuerpos. Y estos cuerpos se unirán a nuestras almas inmortales, para nunca más morir. Y unidos cuerpo y alma se formará, una vez más, nuestra persona, ya gloriosa y transfigurada, cuyo único objetivo será alabar, amar y servir a Dios en esos cielos nuevos.

            Yo soy la Luz del mundo (Jn 8,12): Antes de su venida, una espesa oscuridad se cernía sobre el mundo y Él vino a traer la Luz del cielo, donde todo es transparencia, luminosidad, claridad. Quien sigue a Jesús no tropezará ni caerá, porque Él ilumina nuestro sendero. Quien sigue a Jesús no tendrá frío, porque su luz es calor para el alma.

            Yo soy el Buen Pastor (Jn 10, 11): Hay tres tipos de pastores: el bueno, el malo y el mercenario. El pastor mercenario es asalariado, no busca el bien de las ovejas, sino que se sirve de las ovejas para su propio provecho; no ama a las ovejas, ama el oro que le pagan por cuidarlas. El pastor malo es el ladrón que salta la valla para robar. Y el Buen Pastor es el que da la vida por sus ovejas; es Cristo. Y será Buen Pastor quien se configura con el único Pastor y está dispuesto a dar la vida por las ovejas. ¿Qué hacer ante estos tres tipos de pastores? Debemos reconocer al Buen Pastor para amarlo, respetarlo, obedecerle; al mercenario hay que tolerarlo[1]; al ladrón, evitarlo, porque si no lo evitamos, nos roba el alma[2].

            Yo soy la Puerta de la ovejas (Jn 10,7 y 9): puerta por la que se entra y se sale y por la que entran tanto las ovejas como los pastores, aunque no todos los pastores, sino sólo los verdaderos. Significa que Él es la Puerta de la Vida y el Camino de la Redención. Es el único mediador entre Dios y los hombres. Es la Puerta para entrar en la Casa del Padre. Es la Puerta para entrar en el Banquete celestial. Es la Puerta para entrar en la Vida eterna y feliz. Otras puertas conducen tal vez al vacío, a la violencia, a la nada, a la muerte. Quien es pastor lo único que debe hacer es hacer que sus ovejas pasen por esta Puerta que es Jesús. Quien es oveja lo único que debe hacer es hacer caso al Buen Pastor y a los pastores que le representan y entrar por esa Puerta, desoyendo la voz de los ladrones que saltan la tapia, porque quieren matar y robar. Y entrando, tendrán vida y vida en abundancia.

            Yo soy el Pan de la vida (Jn 6, 35 y 48): ¡Qué atrevimiento! Darse Él como Comida, en cuerpo y sangre, alma y divinidad. ¡Nadie habló como Él! Pan porque es el elemente más sencillo, lo que nunca falta en la mesa de los pobres. Pan porque se puede partir, compartir y repartir. Pan que pide ansia interior de esa comida espiritual y corazón limpio. Pan que nutre al débil, que consuela al triste. Pan que se hace uno con nosotros; o, mejor, nosotros nos hacemos uno con ese Pan y podemos entrar en intimidad y unión tal, que nadie podrá separarnos. Eso es la Comunión, la común unión con Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre.

            Yo soy la Vid verdadera (Jn 15, 1): La Vid es la que da savia y alimento y fruto a los sarmientos. Los sarmientos somos nosotros. Sólo quien está unido a esa Vid tendrá vida y no se secará. Quien no está unido a esa Vid, se seca, se corta, se arroja fuera y se quema. ¿Para qué sirve, si no? ¿Queremos dar frutos en la vida personal, en la vida familiar, en la vida social? Unámonos a esta Vid. E injertemos a esta Vid a esos sarmientos que tal vez se desgajaron o se dejaron desgajar, consciente o inconscientemente.

            Yo soy Rey (Jn 18, 37): No un rey temporal, político, social que subyuga, esclaviza a sus súbditos. Más bien, es un Rey pobre pobre materialmente, pero rico espiritualmente; es un Rey entregado a la Causa encomendada por el Padre; es un Rey humilde, pero consciente de su Realeza. Es un Rey que sirve, sale de palacio para caminar por nuestros caminos polvorientos y ver las necesidades de cada uno de sus



[1]              Verdad es que algunos predican el Evangelio no con recta intención sino por torpe lucro, pero al menos el nombre de Jesucristo es anunciado (cf Fil 1, 15-18); aunque su corazón esté partido y aunque en el fondo sean estériles, el nombre de Jesús es predicado. De éstos se nos dice que hagamos lo que dicen pero no lo que hacen (cf Mt 23, 3). Dios sabe escribir derecho aun con líneas torcidas.
[2]              Serían todos los que fueron pastores, pero se dejaron atrapar por la herejía, tergiversan a Cristo, no lo reconocen como Único Salvador, lo falsifican, lo deforman, lo aguan. Entran al aprisco para robar y atrapar a esas ovejas y llevárselas a su redil.


súbditos y así poner soluciones. Nuestro Rey sufre nuestras miserias y dolores y los comparte. Es un Rey especial, porque tiene como trono, la cruz; como cetro, la verdad; como ley, el amor y el perdón; como vestidura, la humildad y la pureza; como corona, una de espinas labrada con todos los pecados nuestros. Su Reinado son las naciones, las familias, cada corazón, donde Él quiere reinar, si le dejamos. No quiere que nadie quede fuera de su Imperio de amor y de paz. Este Rey pide súbditos fieles y felices de enarbolar su bandera, de servirle, de transmitir su ley y su mensaje. Estos súbditos fieles no cambian este Rey Jesús ni por el rey de copas, que sería el rey-placer, ni por el rey de oros, el rey-dinero, ni por el rey de bastos o de espada, el rey-violencia. Dicen “Viva Cristo Rey” con los labios y con la vida. No quiere ni súbditos infieles ni cobardes o mediocres, que viven éstos últimos en el ejército de Cristo, pero no luchan, no trabajan, no se esfuerzan, por seguir la ley del mínimo esfuerzo, de la queja continua, del sabotaje y de la mentira.


4.         Otros títulos

            Siervo de Yavé: que está íntimamente unido a Dios y que sufrirá por nosotros.
            Sumo sacerdote: que es el puente más directo para unirnos a Dios.
            Mediador: intermediario ante Dios de nuestras necesidades.
            Juez: que juzgará en el último día.
            Santo de Dios: hijo de Dios.

CONCLUSIÓN

            Todos estos títulos nos demuestran la riqueza escondida en Jesús, el Hijo de Dios. Es la riqueza que Dios Padre quiso compartir con la humanidad. Cada uno de nosotros va haciendo a lo largo de la vida diversas experiencias de Jesucristo. Lo importante es estar abierto a este Pozo insondable y acercarnos cada día a sorber aunque sólo sea una gota de su agua saciativa y refrescante.

            Ojalá terminemos nuestra vida con el nombre de Jesús en nuestros labios y en nuestro corazón. Con solo escuchar este nombre el alma se pacifica, el corazón se enardece y se ensancha. ¿Cómo no predicarlo por todos los rincones del mundo? En Él está la salvación.










CAPÍTULO QUINTO
Las diversas herejías cristológicas a lo largo de los siglos

            Es curioso constatar que a lo largo de los siglos no se ha sabido entender a Jesús. Esto es lógico, porque es un misterio: un Dios con dos naturalezas, una divina y otra humana. Casi todas las herejías han mirado a Jesús desde un ángulo de vista y han despreciado o minusvalorado, consciente o inconscientemente, el otro. Pero todas las herejías han aportado mayor luz a este Misterio y la Iglesia ha podido profundizar en este Único tesoro que da razón de nuestra fe: Jesucristo. Así pues podemos decir con san Pablo: “Para los que aman a Dios, todo coopera al bien”; también las herejías, porque, gracias a ellas o a causa de ellas, ha salido resplandeciente, luminosa y espléndida la figura de Jesucristo nuestro Señor.

            Jesús ha sido, es y será un misterio, porque es al mismo tiempo Dios y hombre verdadero. En Él conviven dos naturalezas distintas, la humana y la divina, en una sola Persona divina. Por eso, las diversas herejías cristológicas se han dado por no saber conjugar estas dos realidades: es al mismo tiempo verdadero Dios y verdadero hombre. Unos, por querer valorar la divinidad, menoscaban la humanidad. Otros, por el contrario, por querer valorar la humanidad, menoscaban la divinidad o, simplemente, la niegan. El dogma católica, en el concilio de Calcedonia, lo expresa así: “Nuestro Señor Jesucristo es verdaderamente Dios e Hijo unigénito de Dios, y verdaderamente hombre nacido de María, dotado de alma racional y de cuerpo; consubstancial al Padre según la divinidad y consubstancial a nosotros según la humanidad, en todo menos en el pecado; ambas naturalezas, perfectas y sin confusión, conforman una única persona divina”

            Estas son las principales herejías o errores doctrinales sobre la persona de Jesús, Hijo de Dios:

1.         Docetismo: herejía difundida en el siglo I, por Marción, Valentín y Basílides (estos últimos, gnósticos) que reduce la carne de Cristo a una apariencia: “Parece que come, parece que camina, parece que está cansado...”. Tanto san Juan en sus cartas (1 Jn 4, 2) como san Ignacio de Antioquía luchan contra este error. Jesús es verdadero hombre que come, bebe, se cansa, camina, llora, se admira. Jesús caminó por las calzadas polvorientas de Israel. Jesús miró con sus propios ojos a niños inocentes, a hombres enfermos, a fariseos complicados. Jesús amó con corazón también humano.

2.         Ebionismo: herejía difundida en el siglo II en ambientes judeocristianos que niega que Cristo haya sido engendrado por el Padre y reconoce en Cristo al hombre investido por el E.S. en el Bautismo. Esta herejía fue condenada por san Ireneo de Lyon diciendo que Cristo es verdadero hombre y verdadero Dios. Verdadero Dios porque sólo Dios puede dar eficazmente la salvación y restablecer la unión con los hombres. Verdadero hombre porque corresponde al hombre reparar su falta. Por ser Dios reparó la ofensa infinita que el hombre perpetró contra Dios. Por ser Hombre el hombre quedó redimido y su cuenta saldada.

3.         Adopcionismo: herejía difundida en el siglo II por Teodoro el viejo y Pablo de Samosata que dice que Cristo es un simple hombre, adoptado por Dios como portador de una gracia divina excepcional. Niega, por tanto, la Trinidad y la divinidad de Cristo y la encarnación del Verbo. Volvemos a lo mismo: Jesús es verdadero Dios y verdadero Hombre. Se necesita fe para creer esto, pues Cristo, no lo olvidemos, es un misterio. Sólo los humildes y sencillos se abren totalmente a este misterio.

4.         Gnosis cristiana[1]: herejía difundida en el siglo II por Marción, Valentín, Epifanio y Simón el mago, según la cual Jesús no es Dios sino un “eón” en medio de los demás que ha venido para dar el conocimiento al hombre engañado por sus sentidos. Cristo desciende sobre Jesús en el momento del bautismo. Es una herejía, pues crea en Jesús un dualismo de personas y desvirtúa su misión divina y redentora. Fue combatida esta herejía por san Hipólito y san Ireneo. En Jesús hay una sola persona, la divina, con dos naturalezas, la humana y la divina. De nuevo, el misterio, ante el cual nuestras rodillas deben doblegarse. Si tuviera dos personas, tendría también dos personalidades; habría dos centros de comando. La salud psíquica y psicológica correría riesgo. Esta única persona divina de Cristo hace uso de las dos naturalezas, sin mezcla y confusión, como de  dos manos. Las dos naturalezas son instrumentos que la Persona divina de Jesús utiliza para realizar su misión salvadora.

5.         Arrianismo: herejía difundida en el siglo III por Arrio, que niega la divinidad de Cristo. Cristo, dice, es hijo adoptivo de Dios, no consusbstancial al Padre. Y el E.S. es la primera criatura del Hijo, por tanto, inferior a Él. Esta herejía fue condenada en el concilio de Nicea (325): “Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre”. San Jerónimo pronunció una frase célebre: “El mundo se despertó un día y gimió de verse arriano”. Muchísimos sacerdotes y fieles habían sido martirizados, los obispos católicos arrojados al destierro y sustituidos por arrianos. Todo esto por culpa del emperador Constancio II, arriano, que se había adueñado de todo el Imperio. Fue quien dijo: “Se acabaron los niceanos (es decir, los católicos)[2]; hemos triunfado los cristianos (es decir, los arrianos); si solamente pudiéramos agarrar y ahorcar a ese bandido obispo de Alejandría”. Se refería a un gran defensor de la fe católica, Cirilo de Alejandría.

6.         Apolinarismo: herejía difundida en el siglo IV por Apolinar, que niega el alma humana de Cristo, creyendo que esa alma humana sería como la nuestra, pecaminosa. Así creía salvar la divinidad de Cristo. La Iglesia en el sínodo de Alejandría (362) afirmó el alma de Cristo diciendo: “El Verbo se encarnó para salvar alma y cuerpo; por ello tuvo que tomar un cuerpo”. Y el sínodo de Roma del 377 condenó la herejía de Apolinar. El alma humana de Cristo no es pecaminosa, porque no tuvo pecado original, y, por los mismos, tampoco las consecuencias de ese pecado original, con el que nacemos todos los mortales. Sólo el pecado es quien deja la marca pecaminosa en el alma. Jesús no tuvo pecado, por tanto, la conclusión es bien clara.

7.         Nestorianismo: herejía difundida en el siglo V por Nestorio, obispo de Constantinopla, que sostenía dos personas en Cristo: una divina y otra humana. El concilio de Calcedonia del 451 dice que en Cristo hay dos naturalezas separadas , unidas en una sola persona, la del Verbo. ¿Qué pensaríamos de un hombre que tenga dos



[1]              Cuando se habla de “gnosis” se hace alusión a ese conocimiento esotérico (gnosis viene del verbo griego “conocer”), adquirido no por aprendizaje u observación empírica, sino por revelación divina, como emanación de Dios. Esta gnosis ha dado mucha guerra a la Iglesia desde entonces y muchas sectas de hoy siguen este camino. De la gnosis al panteísmo hay sólo un paso.
[2]              Refiriéndose al concilio de Nicea, donde se aclaró que Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre. 


personas o dos personalidades incorporadas en su ser? ¿Quién mandaría de las dos? ¡Qué lucha dentro de ese mismo ser!

8.         Monofisismo: herejía difundida en el siglo V por Eutiques, archimandrita de Constantinopla, que sostenía una sola naturaleza en Cristo, la divina. Dio respuesta el concilio de Calcedonia del 451: en Cristo hay dos naturalezas: una, divina, y otra, humana. Si fuera verdadera esta herejía, ¿cómo se explicarían tantas actitudes de Cristo en el Evangelio: Jesús se cansaba, comía y bebía, caminaba, tenía unas manos, lloraba, se llenaba de santa cólera? Si no hubiera tenido naturaleza humana, no hubiera podido realizar estas actividades que son humanas.

9.         Monotelismo: herejía difundida en el siglo VII por Sergio, patriarca de Constantinopla, que sostenía una sola voluntad en Cristo, la divina. La Iglesia dio respuesta en el III concilio de Constantinopla (680-681): “En Cristo hay dos voluntades sin división, sin cambio, sin separación ni confusión”. Las dos voluntades no se oponen en Cristo, porque la voluntad humana sigue sin resistir ni oponerse, sometiéndose libre y amorosamente a la voluntad divina omnipotente.

10.       La herejía de este siglo XX: hoy día pulula por ahí una herejía muy grave. Por querer acercar tanto a Cristo a los hombres y por pedir que solucione nuestros problemas económicos y materiales, se ha despojado de Cristo toda su dimensión divina y espiritual. Para esta herejía, Jesús no vino para salvarnos del pecado, no murió en la cruz para redimirnos y abrirnos las puertas del cielo; sino que vino como guerrillero, inconformista y violento que quiere poner orden y justicia, echando mano de la violencia y la guerra, y destruyendo a todos los ricos y capitalistas, para así dar de comer a los pobres. ¿En qué Evangelio se dice esto? Sólo habiendo bebido en fuentes marxistas se ha podido llegar a estas aberraciones. El Papa Juan Pablo II nos ha dado luz sobre este gran peligro en su documento sobre las luces y sombras de la teología de la liberación[1]. Este error distorsiona la misión de Cristo, pues Cristo vino a liberarnos del pecado que se esconde en el corazón de cada hombre. Eliminado el pecado, podrán cambiarse más fácilmente las estructuras de pecado. Quienes defienden esta posición dicen a Cristo: “Lo urgente hoy es el estómago, la cultura, la distribución de la propiedad. Cuando hayamos concluido todo eso -y sólo lo lograremos a través de la revolución- puedes tú venir al mundo para hablarnos de tu Padre Celestial. De momento, de tu Reino lo que nos interesa es lo que nos ayuda a un planteamiento revolucionario. Y no te extrañe si nosotros te “utilizamos”, si adaptamos tu predicación a nuestras ideologías: lo mismo viene haciéndose desde hace dos mil años”.

CONCLUSIÓN

            Las herejías no nos deben escandalizar ni desalentarnos. Al contrario, nos invitan a afianzar y a afirmar mejor nuestra fe, para seguir dando razones de ella a quienes nos pidan. La Providencia de Dios sabe llevar nuestra historia por los vericuetos que a Él le parezcan más apropiados para manifestar su Sabiduría y su Misericordia con todos nosotros. Al mismo tiempo, nos hacen vigilar, porque nadie está seguro de no caer.



[1]              Ha habido dos documentos muy importantes al respecto: el primero llamado “Algunos aspectos de la teología de la liberación” del 6 de agosto de 1984; y el otro, “Libertatis conscientia” del 22 de marzo de 1986, sobre la libertad cristiana y liberación. Ambos, emanados de la Congregación para la Doctrina de la fe, con la aprobación del Papa Juan Pablo II. 
“Qui se existimat stare, videat ne cadat”, nos dice san Pablo en 1 Corintios 10, 12, es decir, el que se cree estar firme, cuide para no caer. 




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